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jueves 7 de agosto de 2008

Virtudes fundamentales para un presidente

Desde el retorno de la democracia, los titulares del Ejecutivo en Argentina han carecido de muchas virtudes esenciales para el cargo.

El último fin de semana y con el fin de contrarrestar el clamoroso éxito de la 122ª exposición rural en Palermo, la presidente convocó a la primera conferencia de prensa del período conyugal iniciado hace 5 años.

Fiel a su estilo, comenzó por justificarse culpando a gobiernos anteriores que tampoco las habían realizado. Luego, la entrevista discurrió en medio de la infrecuente cortesía de los periodistas y una asombrosa rapidez mental de la primera mandataria, quien en muchas ocasiones respondió sin un instante de reflexión, como si estuviese adivinando el texto de las preguntas.

Todo lo que dijo puede resumirse en una sola frase. “No me arrepiento de lo hecho; volvería a hacer todas y cada una de las cosas que hice, incluso a impulsar de nuevo la resolución 125”. Habló como si nunca hubiese ocurrido la formidable rebelión cívica -urbana y rural- ocurrida desde el 11 de marzo hasta el 17 de julio con multitudinarias concentraciones populares, superadas en pocos países del mundo.

Este absoluto desdeño por la realidad sirvió para confirmar la tesis predominante. El gobierno de Cristina intentará repetir una y mil veces las mismas experiencias esperando que se produzcan resultados diferentes. No se trata de un “razonamiento crítico” sino de una “convicción ideológica”.

Infortunios de la democracia

Desde la recuperación de la democracia -como sistema político para elegir y reemplazar gobernantes- nuestro país tuvo experiencias desafortunadas y enmarcadas en una deplorable decadencia.

Así en la década de los ’80 políticos incompetentes confundieron democracia con indisciplina monetaria, improvisaron el plan austral y el plan primavera, emitieron bonos del Estado con denominaciones farmacéuticas y terminaron financiando el gasto público con el más perverso de los impuestos, provocando el caos social de la hiperinflación.

En la década de los ’90 fueron reemplazados por otros políticos que se revistieron con los jubones de un neoliberalismo que no entendían. Buscaron la reelección repudiando las reglas constitucionales que habían jurado cumplir. Instalaron la corrupción en el seno del gobierno con el mecanismo del “robo para la corona”. Pretendieron lograr la continuidad mediante un gasto público que creció más que el ingreso, financiado con una deuda impagable que causó el desempleo y la destrucción de la clase media.

Luego, en la década del 2000 fueron sustituidos por políticos abúlicos y aburridos que mostraron su total falta de carácter. Se presentaron como dirigentes austeros pero dilapidaron la riqueza nacional a fuerza de impuestazos, blindajes y onerosas reestructuraciones de la deuda. Terminaron con la flagrante violación del derecho de propiedad mediante la creación del corralito bancario.

Pocos años después, se produjo una sucesión funesta. Los amorfos fueron reemplazados por el personaje que había perdido las elecciones. Por arte de birlibirloque encaró la destrucción de los contratos privados, devaluó la moneda, alteró los montos de las deudas con la pesificación asimétrica, implantó el corralón bancario, se apropió de los depósitos en dólares y destruyó todo resto de orden monetario con la circulación de falsas monedas emitidas por aquellas provincias que estaban en bancarrota.

A principios del 2003 se produjo el retorno de los políticos resentidos y autoritarios, que revestidos de neopopulismo resucitaron las viejas antinomias del pasado. Para acumular poder atizaron los odios y las revanchas de acontecimientos ocurridos hace más de un cuarto de siglo. Se revistieron cínicamente con las túnicas de los derechos humanos de una parte, adulterando la verdad histórica. Extendieron hasta límites increíbles la corrupción estatal con sobreprecios, valijas bolivarianas y facturas truchas. Con alharaca, impusieron una quita en la Deuda Pública, aumentaron la recaudación de impuestos y elevaron el gasto público de manera nunca vista para mantener el clientelismo y comprar adhesiones políticas.

Luego de cuatro años y medio, se produjo la morganática sucesión del poder nominal en la propia esposa, elegida a dedo como continuadora de un gobierno petrificado e inamovible, presentado como “el cambio dentro del cambio”.

Los que sigan, ¿serán peores?

Este decadente plano inclinado del tobogán político, nos hace temer que quienes sigan sean peores que los actuales. Por lo cual tenemos que entender cuál fue la causa y el mecanismo que produjeron tamaños desaciertos.

Sin ninguna duda el proceso se desarrolló dentro de una democracia falsificada que sólo ha brindado escepticismo y desconfianza en quienes llegan al poder.

Una de las razones de este proceso ha sido el desconocimiento acerca de las aptitudes morales, las facultades mentales y las convicciones intelectuales de aquellos que elegimos como gobernantes. No sabemos quiénes son, qué han hecho, cómo piensan, cómo se comportan y cuáles son sus ideas acerca del futuro del país. En todos los casos dimos un salto en el vacío. Porque no reparamos en una cuestión que es esencial. Se trata del concepto de las virtudes fundamentales que deben tener quienes pretendan gobernarnos.

Muchos seguramente esbozarán una sonrisa enigmática. Para ellos la palabra “virtud” es algo que ha muerto o que está a punto de extinguirse. Sólo hablan de la virtud con ironía o como de algo curioso, pasado de moda.

Esas personas piensan que mencionar la “virtud” es exponerse al ridículo.

Sin embargo, esta actitud significa que no han comprendido su importancia decisiva.

La virtud no es la “honradez” ni la “corrección” de un hacer aislado. Mucho menos la mojigatería, aquella actitud de las personas con una moralidad exagerada, que se escandalizan de todo y por todos.

La virtud significa otra cosa muy distinta.

Es el conjunto de cualidades propias de la condición humana, que permiten alcanzar la máxima perfección de nuestras posibilidades: energía, valor, esfuerzo y valentía. El hombre y la mujer virtuosos son aquellos que demuestran tener méritos, valores, talentos y perfección moral. Por eso realizan el bien sin esfuerzo, obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas.

Para que nuestro próximo gobierno sea óptimo, es decir justo y eficiente, es absolutamente necesario que esté compuesto por personas íntegras no por delincuentes.

No se trata sólo de las “instituciones” en abstracto. Son fundamentales las personas. Porque no es posible ser un buen presidente, ministro, diputado, senador, gobernador o intendente, sin que al mismo tiempo no se posean las virtudes propias de un hombre sabio, prudente y honesto.

Hemos tenido demasiadas experiencias en contrario para no comprenderlo adecuadamente.

Cuando el anhelo popular de que exista un gobierno justo es una mera utopía. Cuando no se produce la renovación de dirigentes políticos, ni el cambio de representantes sindicales. Cuando no aparecen nuevos emprendedores sociales, porque los antiguos se aferran a sus cargos. Cuando se advierte que las jóvenes generaciones de políticos no constituirán un grupo de relevo de hombres virtuosos, sino que están contagiados con las mismas lacras que los viejos carcamanes. Entonces…. cuando estas cosas suceden, es que ya no hay esperanzas.

Virtudes que debemos buscar al elegir gobernantes

Y ¿cuáles debieran ser las virtudes que debemos exigir a los futuros gobernantes, para elegirlos sin correr el riesgo de sorprendernos cuando lleguen al poder? Max Scheler (1874-1928), el destacado filosofo alemán que se puso a reflexionar sobre los valores humanos y lo eterno en el hombre, nos enseñó que las cuatro imprescindibles virtudes fundamentales que debe tener un gobernante moderno son las siguientes: la conciencia de su responsabilidad personal, el respeto hacia las personas y la veneración por la vida ajena, la humildad en el trato social y protocolar y la piedad por las necesidades y desgracias del prójimo.

Veamos someramente cada una de ellas y comparemos la enormidad de la falta de estas virtudes en los dirigentes que nos gobiernan y en aquellos que gobernaron el país desde la restauración de la democracia hasta nuestros días.

1ª conciencia de la responsabilidad personal, que lleva a que los dirigentes cumplan con su deber, asumiendo sus fallas y cargando con los fracasos de sus errores, sin echar la culpa de los problemas a quienes los precedieron o a ignotos personajes que nada tienen que ver con sus deficiencias. La conciencia de la responsabilidad también exige al gobernante una firme voluntad de servicio, una visión clara sobre el futuro del país y un concepto dominante sobre la arquitectura del orden social respetando la libertad y la justicia distributiva.

2ª respeto hacia las personas y veneración por la vida ajena, sobre todo hacia los ancianos, los niños y aquellos que todavía no tienen vida independiente de la protección materna, pero que constituirán nuestra descendencia y las futuras generaciones. La seguridad personal en la vía pública y el combate eficaz contra la delincuencia también constituyen una forma esencial de respeto a las personas.

3ª humildad en el trato social y protocolar, que implica reconocer el mérito de los demás, saber escuchar opiniones diferentes, esforzarse por dialogar con todos para construir un proyecto sugestivo de vida en común y comprender que mucho de lo que se posee no es mérito propio sino que constituye un don recibido de nuestros padres y de muchas otras personas que nos formaron y brindaron su ejemplo, a quienes debemos agradecimiento por su generosidad.

4ª la piedad entendida no sólo como compasión por las desgracias del prójimo. Por encima de ello, la piedad es el sentimiento que nos hace aceptar y cumplir todos los deberes, el amor respetuoso, la veneración, la ternura de los padres, el amor filial, los afectos familiares, el cariño hacia los amigos, el amor a la patria y el respeto por sus tradiciones.

El candidato político que en las próximas elecciones no demuestre tener estas virtudes, no merece de ninguna manera nuestro voto. Será una nueva frustración, porque después terminaremos señalando “que no nos representa”. Es una cuestión de supervivencia y de remontar la cuesta abajo que hemos venido transitando en 25 años de democracia falsificada. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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