Viviendo en dos países
El ataque en La Matanza a la caravana de Sergio Massa, la toma de escuelas en la Ciudad de Buenos Aires, la destrucción e incendio de bienes públicos en la Iglesia San Ignacio de Loyola y el enfrentamiento reiterado de las barras del futbol tienen en común el mismo patrón de conducta: las diferencias de opinión se solucionan a través de la fuerza física
La decisión de solucionar conflictos por esta vía no es nueva en nuestra sociedad, ni es una creación del kirchnerismo. Pero es curioso que el rebrote se produzca 30 años después del restablecimiento de la democracia. Es como si en 1983 se hubieran restaurado las formas –llamémosle- de la civilización política, pero la sociedad mantuviera todavía, larvados, contenidos que produjeron hace más de cuarenta años una orgía de violencia y sangre.
El 27 de octubre habrá elecciones para elegir senadores, diputados y legisladores. Pero, al mismo tiempo, todos los que eligen la violencia para manifestarse lo hacen y son consentidos. Dirigentes políticos muy bien posicionados en las encuestas hablan todos los días de la República, la inseguridad, la inflación y la corrupción, pero no formulan una sola crítica al ejercicio de la acción directa opuesta; precisamente, a la legitimidad de los cargos legislativos a los que aspiran. Excepto en un caso: que esta acción directa los afecte a ellos o a sus aliados.
Admitamos que se trata de una sensación extraña: es como vivir en dos países. En cualquier sociedad pueden producirse hechos como los indicados, o parecidos, pero la Argentina está acostumbrada a que no existan sanciones, no solo del Estado, tampoco sociales. Se escuchan comentarios que expresan alguna forma de resignada comprensión. “El incidente de La Matanza es algo que le pasa a otros candidatos (aunque no sea cierto), las tomas son cosas de chicos que empiezan a practicar la democracia (a través de la violencia), la destrucción e incendio de la Iglesia es algo de cinco locos (cuyos nombres no se conocen) y las barras de fútbol son un grupo de inadaptados (que muchos clubes protegen)”. Nada parece muy grave. Hay una forma sutil y resignada de aceptar la violencia.
Lo que no se está viendo –como hace cuatro décadas- es que si la violencia escala, los únicos que serán condenados son los últimos que la practiquen, los que lleven la violencia al exceso. El resto pensará feliz que los violentos eran otros: un grupo de personajes exóticos que nada tienen que ver con la mayoría de los argentinos, que siguen siendo “un pueblo culto y sofisticado”. Esta creencia cruza la sociedad, desde la derecha a la izquierda. Porque tiene que ver con formas de convivencia, no con las ideologías.
Fuente: www.cartapolitica.org