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EPT | March 29, 2024

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jueves 29 de junio de 2006

Cómo pueden llegar los mejores

La Argentina necesita un cuerpo del Estado que prime por sobre el Poder Ejecutivo y los diputados, representando a la opinión general y no a los partidos políticos.

Día a día se va generalizando la opinión de que, mientras tengan dinero en el bolsillo, los argentinos se despreocupan absolutamente por la falta de respeto hacia las instituciones. Lo que significa que todo da lo mismo mientras algunos continúen ganando dinero, la soja siga siendo rentable pese a las retenciones, se puedan comprar departamentos de lujo, sea posible adquirir una 4×4 importada y veranear los fines de semana largos.

Hace un mes, en este mismo sitio de Economía Para Todos, Roberto Cachanosky analizó de manera impecable cómo los peores llegan al poder (clickear para ir a la nota).

Señaló cuatro pasos: primero, halagar a las masas con promesas demagógicas de todo tipo y anuncios de obras públicas que nunca se inician; luego, convencer aquellos incautos que siempre están dispuestos a creer en cualquier anuncio oficial propalado por los medios de comunicación; después, inventar enemigos para aprovechar el resentimiento de grupúsculos revanchistas encolumnándolos en la lucha contra quienes quieren destruir al país; y, finalmente, captar ambiciosos de cualquier origen político prestos para servir al poder lucrando con sus migajas.

Así es como los peores llegan al poder. Pero ¿qué podemos hacer para que, en su lugar asciendan los mejores?

Con la experiencia vivida en 23 años de democracia, ello sería imposible si no cambiamos las reglas de la política, porque manteniendo el actual statu quo cada recambio nos proporciona candidatos tanto o más peores que los anteriores. Entonces, la pregunta correcta es: ¿cuáles debieran ser las nuevas reglas?

Este tema fue analizado y resuelto en 1976 por Friedrich Aügust von Hayek, en plena transición española de la dictadura a la democracia. En una conferencia dictada en Madrid sobre “Las fronteras de la democracia”, Hayek señaló que ésta se pervierte cuando una mayoría circunstancial puede decidir como ley sujeta a su control político cuanto asunto económico, social, moral y jurídico se le antoje. Lo cual es abominable.

La democracia sin límites se transforma en una tiranía populista si cuenta con una mayoría parlamentaria obsecuente, aquella que se inclina sumisamente y levanta la mano para votar lo que ordena la voz del amo.

De este modo, hasta podrían llegar a gobernar quienes están fuera de la ley, porque se encargarían de hacer las leyes que mejor conviniesen a sus oscuros intereses.

Son ejemplos de leyes aberrantes las leyes laborales anti-empresa y el proyecto abolicionista del Código Penal que considera que los asesinos, violadores y secuestradores en realidad son víctimas de una sociedad que no les brinda la oportunidad de vivir opulentamente como ellos pretenden, por lo cual en lugar de condenar sus delitos los libera de toda pena.

En la práctica, esta democracia sin límites termina con la separación de poderes y el meollo del asunto se encuentra en la subalternización y la pérdida de calidad de las asambleas legislativas. En cada renovación del Parlamento ingresan peores camadas de legisladores.

Necesidad de nuevas reglas

La Argentina necesita un cuerpo del Estado que prime por sobre el Poder Ejecutivo y los diputados, representando a la opinión general y no a los partidos políticos. Esa opinión general es la que en vano reclama justicia para las víctimas de los delitos, muchachas que sufren violaciones a plena luz del día y en lugares públicos, ancianos jubilados golpeados y asaltados por miserables que les roban sus misérrimos ahorros, estudiantes que reclaman una enseñanza de mayor calidad que el mamarracho educativo vigente, desocupados que no consiguen trabajos dignos porque las leyes sólo sirven a quienes ya tienen trabajo, pequeños empresarios acorralados por prepotentes sentencias laborales, niños incitados a consumir drogas que les destruyen el cerebro y ciudadanos honestos que viven bajo el temor de proclamar la verdad.

Necesitamos una nueva asamblea de senadores, que se convierta en la más alta autoridad del Estado, compuesta por individuos sabios, ilustrados y de buen consejo que una vez elegidos sean independientes de cualquier grupo de presión política, sindical o económica.

Debieran ser hombres y mujeres capaces de pensar en el largo plazo, con visión de futuro, sin dejarse arrastrar por las pasiones y los caprichos pasajeros de aquellos a quienes no tienen más remedio que favorecer.

La independencia de los partidos políticos, podría conseguirse mediante una condición necesaria por sí misma: no estar condicionados por el afán de reelección.

Imaginemos un grupo de hombres y mujeres que -después de haberse hecho dignos de confianza, alcanzar reputación por su vida particular y ser brillantes representantes de sus especialidades- fuesen elegidos senadores para un largo y único período de 15 años.

Para asegurarnos de su experiencia y méritos les evitaríamos preocupaciones al concluir su único período de vida pública, imponiéndoles una edad relativamente alta de por ejemplo 50 años y garantizándoles una dignidad como la de profesores eméritos honorarios durante los años de su mandato hasta que cumplan 65 años. La edad media de los miembros de este Senado sería inferior a los 57 años, con lo cual serían más jóvenes que la mayoría de los políticos veteranos que dominan la escena nacional.

El nuevo Senado no sería elegido en fecha determinada, sino que cada año quienes hubiesen cumplido el período único de 15 años se reemplazarían por otras personas de 50 años.

Sería ideal que esa elección anual de la 15ava parte de los miembros fuese hecha por los coetáneos, de modo que cada ciudadano al cumplir 50 años de edad votaría una sola vez en su vida para que alguien de su misma edad se convierta en senador de la Nación.

Esto tiene una lógica muy práctica, porque los compañeros de promoción suelen ser los mejores jueces del carácter y la capacidad de una persona de su misma edad y eso daría nacimiento a los “clubes de edades” que propondrían candidatos basados en el conocimiento personal y la trayectoria de toda una vida.

Al no haber partidos de por medio, nadie reclamaría participación proporcional ni listas sábanas. Los coetáneos de cada provincia darían la investidura de senador como una especie de premio al mejor y más admirado de entre su generación.

Tales candidatos tendrían a su cargo dictar normas universales o generales, nunca disposiciones concretas ni decretos administrativos. Dichas normas universales debieran obligar y ser respetadas escrupulosamente por el Poder Ejecutivo y por los diputados.

Es decir que tanto el gobierno como los representantes políticos quedarían sometidos a leyes sancionadas por los senadores.

Este tipo de Senado no podría ser manipulado por la extorsión ni el chantaje de los grupos de presión cuyas operaciones han originado la sanción de leyes sospechosas, que desprotegen a los ciudadanos de sus derechos a la seguridad jurídica, al respeto de la propiedad privada y a la libertad de elegir.

De este modo podríamos conservar la democracia y detener su deriva, casi irremediable, hacia lo que las mentes más lúcidas del país han calificado como la democracia-populista totalitaria de un partido hegemónico.

Todavía podemos esperar contra toda desesperanza. © www.economiaparatodos.com.ar



Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.




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