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jueves 25 de junio de 2009

Confusión de las ideas

Las continuas crisis de la democracia argentina no han servido para aprender de nuestros fracasos.

Después de algo más de un cuarto de siglo de democracia, Argentina parece un país condenado a ir perdiendo gradualmente su natural relación con la realidad y con el mundo. En esta última semana de junio nos encaminamos a participar de un acto electoral sin tener claridad en nuestras ideas y sin saber cabalmente qué es lo que está en juego.

Volver a proclamar que el Estado puede ser eficaz administrando empresas de energía como YPF, Edenor y Edesur, Aerolíneas, Telefónica o Ferrocarriles después del estrepitoso fracaso que soportamos hace pocos años es no comprender nada de lo que ha sucedido.

Creer que es posible subsidiar a todo el mundo sin sacarle dinero a nadie es como jugar a vivir con Alicia en el país de las maravillas.

Pensar que se puede crecer indefinidamente estimulando el consumo por medio del incremento del gasto público, equivale a quitar la espoleta de una granada MK2 esperando que no estalle.

Sospechar que los impuestos pueden aumentarse impunemente sin provocar pobreza generalizada, es lo mismo que balancear una bola de demolición sobre la mampostería de un edificio creyendo que no pasará nada.

Hoy, nos encontramos con una preocupante situación de abulia social. A muchos ciudadanos les falta el ánimo para enfrentar la realidad tal cual es, no como la sueñan.

Fuera del ámbito de personas muy sensibles, las consecutivas crisis económicas que hemos padecido en los últimos años, no han conseguido repercutir en lo más mínimo en nuestro sistema político. Permanece estático e inmutable, sin acusar ninguno de los cambios que proclama para los demás pero rechaza para él mismo.

Reiteradas crisis de la democracia

Las continuas crisis de la democracia argentina no han servido para nada. Fueron inútiles para aprender de nuestros fracasos.

Ni la indisciplina presupuestaria y la hiperinflación de Raúl Alfonsín; ni los mercados cautivos diseñados por las privatizaciones de Carlos Menem; ni la corrupción enquistada en el poder denunciada en el Congreso por Domingo Cavallo; ni el absurdo impuestazo aplicado por la indolente voluntad de Fernando De la Rúa; ni el default del crédito público aclamado por el parlamento durante el tránsito fugaz de Adolfo Rodríguez Saá; ni la destrucción de la estabilidad monetaria decidida por Eduardo Duhalde; ni el aniquilamiento de la seguridad jurídica por la pesificación asimétrica de Jorge Remes Lenicov; ni la grotesca destrucción de los mercados ejecutada por Guillermo Moreno; ni los ridículos reglamentos dispuestos por Ricardo Etchegaray para trabar operaciones agropecuarias; ni la sospecha de financiamiento por el narcotráfico, la incautación de cuantiosos ahorros ajenos y la institucionalización del sobreprecio practicados por el matrimonio de Néstor y Cristina Kirchner; ninguna de estas tremendas crisis tuvieron la mínima incidencia para modificar las estructuras políticas que provocan nuestra decadencia.

Hemos estado viviendo en una democracia falsificada y mentirosa.

Con distintos gobiernos -elegidos por el mismo pueblo- en este cuarto de siglo de democracia sin república, hemos ido dando tumbos de fracaso en fracaso. Lo cual indica dos cosas: (a) que muy raramente tienen razón las mayorías bullangueras arriadas en ómnibus y camiones por los punteros políticos y (b) que los representantes de esas mayorías, condicionadas por el choripán y las gaseosas, tienen tal confusión de ideas que terminan fracasando irremediablemente.

El peso del pasado

Ahora, después de 6 años de radicalismo alfonsinista, después de 10 años de frivolidad menemista con el peronismo seudo-liberal, después de 2 años de abúlica alianza de la izquierda democrática, después de otros 2 años de la interna peronista entre el interior y Buenos Aires y después de los últimos 6 años del peronismo progresista de izquierda, sólo hemos sabido acumular crisis tras crisis sin solucionar ni corregir nada.

Habiendo probado de todo –menos la verdad, la sensatez y la honestidad– está surgiendo un momento de nuestra crisis en que sólo podremos salir adelante si damos un viraje copernicano, es decir si hacemos un giro político de 180 grados.

Tenemos que hallarnos con nosotros mismos. Encontrar nuevamente lo que hemos perdido en el plano del sentido común. Restablecer la armonía social y la colaboración entre el capital y el trabajo. Rescatar el respeto al prójimo y la veneración de nuestros mayores. Premiar el mérito individual y reprimir el delito. Reconquistar nuestras tradiciones y volver a cantar sin vergüenza las marchas patrióticas. Honrar a los padres de la patria y a los símbolos patrios. Celebrar nuestras fechas históricas con pompas y circunstancias. Eso es reconocernos y recuperar la identidad.

En estas elecciones del 28 de junio, tanto los electores como los elegidos deberemos aprender a encontrar en la realidad la norma de conducta. Es decir, a respetar las leyes objetivas como seres humanos racionales y no como militantes de una ideología destructiva. No podemos seguir sancionando leyes inicuas que se votan por disciplina partidaria en un Congreso integrado por individuos que no comprenden las consecuencias de lo que aprueban y reclutados mediante listas sábanas,

El ánimo para encontrarnos con la realidad sólo aparecerá en aquellos casos donde los problemas que la realidad presenta no sean tratados como un espacio para la manipulación política, ni como el campo apto para la siembra ideológica de izquierda. Sino como el arte de solucionar los problemas reales tal como son.

Una conversión sincera

Del acierto en la elección del 28 de junio depende que aparezcan en nuestro degradado escenario público algunas propuestas simples, contundentes y efectivas.

En primer término, la ineludible reforma integral en las reglas para hacer política, eliminando las listas sábanas, fulminando las atomizadas boletas colectoras y prohibiendo urbi et orbi la reelección perpetua en todos los cargos electivos del país.

Luego, la sabiduría para cambiar un sistema impositivo perverso que expolia la renta y el patrimonio de los habitantes, adoptando dos o tres impuestos que la economía argentina esté en condiciones de soportar sin cegar la fuente de riqueza que es la producción organizada en el seno de las empresas.

El respeto a la propiedad individual y a la iniciativa privada sin confiscar el ingreso de las personas, porque tienen el derecho soberano de no ser tributarios de un Estado opresor.

La garantía jurídica de que cada uno pueda disponer del fruto de su trabajo sin que nadie, ni el gobierno, ni el sindicato, ni el monopolio privado puedan decir qué tienen que hacer con su dinero.

La libertad para elegir el propio proyecto de vida, el sistema para el cuidado de la salud, el destino del ahorro para la pensión de la vejez, y la protección de los intereses de la familia bien constituida.

Todo esto dependerá de las elecciones del próximo 28 de junio y de que el sistema político argentino se modifique de raíz, para que pueda funcionar sin excitaciones ni sobresaltos, donde la vida diaria de los argentinos no sea una lucha estéril y sin sentido, sino un esfuerzo razonable y con bienestar para todos.

El fracaso del progresismo de izquierda

Las tensiones y problemas que nos han provocado los atolondrados manejos del matrimonio Kirchner (ver el artículo de Roberto Cachanosky titulado “La clave es Buenos Aires”) deben ser el acicate para impulsarnos a tomar conciencia de nuestro deber como ciudadanos.

No para zafar de los problemas del día a día, sino para ejercer una influencia permanente, sensata y sin ideologías en los próximos decenios, que serán los años del crepúsculo de nuestras vidas y del amanecer en nuestros hijos y nietos.

En aquellos que sean elegidos como nuestros representantes, necesitamos que tengan la capacidad para ver, analizar y resolver el problema económico concreto de millones de habitantes y que el problema político también sea resuelto sin demoras ni complicadas elucubraciones.

Los nuevos legisladores a quienes votemos, tienen que disponer de una mente ágil y bien formada que les permita comprender que todas las medidas económicas, sociales y políticas tomadas aisladamente influyen sobre la totalidad del orden social y dependen de él. Esta es una visión que sobrepasa a la mayoría de los políticos y de aquellos dirigentes que representan intereses sectoriales.

Quienes sean elegidos tienen que hacer un “mea culpa”, dejando la retórica hueca de sus discursos de campaña que apelaba demagógicamente a la masa, a los humildes, a los trabajadores, a los desposeídos y a los marginales, enfrentándolos contra los oligarcas, los empresarios, los agentes del imperio y cuanta otra idiotez se les haya ocurrido.

Tienen que comenzar a pensar en seres humanos de carne y espíritu, para ordenar la realidad del proceso económico, con sus agentes, sus instituciones y la correlación de todos los problemas. Ni la ceguera de la anarquía libertaria, ni la falsa confianza en planificadores de gabinete, ni el intento de manipular políticamente los hechos reales, sirven para regular el orden social ni la economía. Deben pensar y actuar de otra manera y no como individuos trasnochados que sostienen con terquedad las convicciones de la militancia subversiva frente a problemas reales que los superan.

Nada de esto nos va a servir. La realidad no se puede encorsetar en los meandros ideológicos.

Para actuar con eficacia en el horizonte que amanezca el 29 de junio, hay que obrar paso a paso pensando que debe estructurarse un orden económico fundamentado en leyes justas, razonables, de fácil cumplimiento y con propósitos compartibles. Después de la decepcionante experiencia del progresismo de izquierda montonera, tenemos que crear en Argentina un orden social y económico estable. Terminar con la inestabilidad que provoca la economía politizada y manejada por el Estado. No debemos permitir que la coacción del poder político sustituya al equilibrio natural de la sociedad, que la estabilidad alcance a las economías individuales y que se establezca un sistema económico basado en la competencia de eficiencias, en la libertad, en la equidad y la compasión cristiana por aquellos que no pueden participar del banquete de la vida.

No ahondar en la confusión de las ideas. Es la patria la que nos espera. La patria, que no es el espacio territorial para la construcción política, sino la tierra sagrada donde descansan los huesos de nuestros padres. ¡Que así sea! © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

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