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miércoles 24 de julio de 2013

Justicia democrática

Justicia democrática

Cuando hablamos de democracia podemos estar refiriéndonos a la democracia puramente formal, acotada al método de elegir a nuestros representantes, o bien a la democracia como sistema de organización social que contiene una serie de principios y valores que los hombres han ido asumiendo como propios –como esencialmente humanos– a través de los siglos.

Cuando hablamos de democracia podemos estar refiriéndonos a la democracia puramente formal, acotada al método de elegir a nuestros representantes, o bien a la democracia como sistema de organización social que contiene una serie de principios y valores que los hombres han ido asumiendo como propios –como esencialmente humanos– a través de los siglos.

La república, como esquema de funcionamiento de los gobiernos, es uno de esos valores que integran la noción sustancial de democracia.

La libertad de expresión, el respeto a la opinión ajena, es otro.

Yendo al objeto de este comentario, la función judicial entendida como la voluntad estatal que resuelve conflictos entre particulares aplicando la ley existe desde tiempo inmemorial. Acotada a esa definición hay función judicial, sea que ella esté encarnada en la persona de un autócrata o en jueces independientes. El Estado como solucionador de los conflictos entre los hombres desempeñó esa actividad en la antigüedad romana, en las épocas absolutistas y también en las democracias modernas.

Lo que la forma republicana de gobierno le agrega es algo mucho más reciente en la historia de la humanidad y también mucho más difícil de ser alcanzado. En la república, la función judicial se deposita en un órgano especial del Estado que opera como contrapeso del ejercicio gubernamental y que se erige en la última protección para los individuos –los seres humanos– frente a los excesos de quienes ejercen el poder.

Así, podemos decir que si bien para ejercer la función judicial basta con resolver contiendas, para que verdaderamente exista un Poder Judicial democrático, además de solucionar conflictos, se debe ejercer un contrapoder que funcione como escudo y protección de los habitantes frente al avasallamiento de sus derechos por parte de los gobiernos. De lo contrario, ni siquiera hace falta que se constituya un órgano separado del Ejecutivo, como acontecía en épocas absolutistas: el rey y su corte perfectamente podían resolver los conflictos entre sus súbditos y a nadie se le ocurría que esa potestad necesitase ser depositada en un órgano independiente.

Resulta entonces importante no perder de vista qué significado tiene hablar de «Poder Judicial democrático» o de «democratización de la Justicia» cuando como ciudadanos se nos está queriendo retrogradar a un sistema en el cual ese órgano del Estado quedaría restringido a la mera resolución de conflictos entre particulares, dejando de lado la importante función protectiva de los derechos del hombre frente al ejercicio del poder.

Triste conciencia deben tener aquellos abogados que llegan a tan importante función olvidando ese diferencial que al ejercicio de la magistratura le adosan los valores democráticos. O peor todavía, aquellos otros que con rebosante deferencia a los gobiernos arriban a ella con el solo objeto de apañar las acciones estatales, dejando en el olvido el derecho de las personas.

Lamentablemente, en los últimos años venimos padeciendo un fuerte repliegue de la trascendente función jurisdiccional, con jueces que prefieren no marcar límites a quienes gobiernan o con otros que restringen lo más posible derechos y garantías ciudadanas reconocidos por la Constitución. Lo que viene sucediendo últimamente a nivel nacional y local con la falta de investigación a los funcionarios públicos, con la restricción de las acciones de amparo como herramientas de protección constitucional y con las medidas cautelares en el mismo sentido son ejemplos sobrados de ese repliegue. En todos estos casos el Poder Judicial como tal se debilita, la ciudadanía lo padece y el orden democrático se apaga.

Es por eso que fallos como el dictado en relación con la ley de Medios nos devuelven esperanza. No por su contenido técnico, cuyo análisis es preferible reservar para comentarios más extensos y meditados –aunque aquí no puedo dejar de ponderar la razonable diferenciación que se efectúa entre las diversas modalidades comunicacionales y las posibilidades de regulación estatal a unas y otras–, sino por la actitud valiente de tres jueces que en conciencia consideraron que la normativa dictada atentaba contra derechos amparados por la Constitución; tres jueces que mostrando independencia de criterio ennoblecen la profesión de abogado y la magistratura judicial. No importaron las presiones, las denuncias y las amenazas de destitución. Entre el poder irrestricto y los derechos del hombre eligieron estos últimos; entre la seguridad y la libertad, prefirieron la libertad.

Afortunadamente en este caso se encontraron ciudadanos que no quieren ser callados en su derecho a expresarse libremente con jueces que se negaron a ser neutrales frente a lo que entendieron como un ejercicio abusivo del poder.

Es que en la contienda no sólo estaba comprometido el derecho de propiedad, pilar básico del desarrollo humano y derecho fundamental de nuestra Constitución, sino también un derecho esencial de la democracia como la libertad de expresión.

Independientemente de la última palabra que emita la Corte Suprema de Justicia de la Nación, lo que nos queda del pronunciamiento es la alegría de saber que nuestra república no está muerta, que hay jueces que hacen primar los derechos por encima del poder y que como ciudadanos aún tenemos ese resguardo último en la Justicia para impedir que se nos degrade a súbditos del gobernante de turno.

Fuente: www.rionegro.com.ar