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jueves 17 de agosto de 2006

La demolición del orden natural

La pretensión de controlar la rentabilidad de las empresas, bajo el pretexto de que ésta sea justa y razonable, destruye la libre competencia y pone en peligro el equilibrio económico.

Con profunda preocupación, comprobamos a diario que una serie de proyectos legislativos, medidas administrativas y sentencias judiciales van confluyendo en una misma finalidad: están dañar irremediablemente el orden natural de las cosas.

Y esto es una cuestión de fondo, que supera lo meramente económico y ejerce una influencia negativa en todos los aspectos de la actividad humana.

Apresurémonos a decir que –desde que el mundo es mundo– los individuos, las sociedades y los pueblos han logrado sobrevivir a las guerras, las hambrunas, las epidemias, los cataclismos naturales y las asechanzas de los enemigos porque se sujetaban a la sabiduría de ciertas normas éticas.

Dichas normas no son otra cosa que las enseñanzas morales, transmitidas de padres a hijos y de generación en generación. Se ubican entre el instinto y la razón y, al convertirse en hábitos de conducta, permiten alcanzar un orden social que nos protege.

Ejemplos de esas normas son aquellas verdades inmediatamente intuibles como: hacer el bien y evitar el mal, ser moderados, no exponernos al peligro, no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros, no mentir, sostener la palabra dada, mostrar agradecimiento a los benefactores, respetar la propiedad ajena, honrar al padre y a la madre y ser honesto en las transacciones.

Ese conjunto de reglas forman el orden natural, que tiene suma importancia tanto para la vida familiar como para las relaciones sociales y la actividad económica.

Pues bien, en la actualidad estamos presenciando en distintos frentes un devastador ataque al orden natural.

Los intentos de despenalizar el accionar de los delincuentes reformando el código penal, el cuestionamiento del matrimonio normal, la banalización de la sexualidad en la educación y en los medios de comunicación, la negación del derecho de objeción de conciencia a los médicos que se oponen a realizar mutilaciones quirúrgicas, las leyes laborales hostiles a las empresas, la intromisión creciente del Estado en el mundo de los negocios, la doctrina oficial que justifica los bloqueos al libre tránsito de personas y mercaderías y la nueva teoría d’eliana de que la propiedad privada puede ser atacada y usurpada si es necesaria para la comunidad.

Todos estos despropósitos implican la demolición sistemática del orden natural.

Ahora atacan la rentabilidad

En recientes declaraciones, el ministro de Planificación dictó los criterios oficiales a que deben sujetarse las empresas controladas: no subir los precios, absorber los aumentos de costos, incrementar las ventas y así mantener las ganancias. Pero, al mismo tiempo, les advirtió que debían tener una rentabilidad justa y razonable, señalando que el Gobierno velará inexcusablemente por mantenerla a raya.

Con tales manifestaciones de política económica, parecen haberse alcanzado las máximas cumbres del intervencionismo gubernamental.

El próximo paso consistirá, seguramente, en imponer la fabricación de un volumen determinado de productos para satisfacer los cupos de racionamiento y posteriormente la obligatoriedad de someterse a trabajos forzados para que nadie caiga en la tentación de eludir su compromiso social de abastecer a la población.

De lo único de lo que no se dan cuenta es de que de este modo bloquean y destruyen la libre competencia, único sistema que puede dar viabilidad a la economía y garantizar su eficiencia con abundancia de bienes y servicios.

Prejuicios sobre la libre competencia

La libre competencia es un elemento esencial del orden natural porque permite que se pueda transmitir información económica sustancial a través del sistema de precios. Pero los prejuicios que el gobierno tiene sobre el sistema de la libre competencia son enormes y denotan un alarmante grado de ignorancia estructural.

Ellos parten de fundamentos inexistentes.

En primer lugar, creen que un gran número de productores pueden ofrecer idénticos productos y servicios, con exactamente el mismo coste, y que algunos se aprovechan de los consumidores subiendo los precios para aumentar el margen de rentabilidad.

También creen que a los consumidores les da lo mismo comprar cualquier producto y en cualquier comercio, por lo cual se inclinarían siempre por el que tuviera el precio más bajo.

Dentro de este esquema liliputiense, que domina el pensamiento gubernamental, todo productor que aumente su precio incrementaría su rentabilidad explotando a los clientes.

Por lo tanto, el Estado tendría que controlar la rentabilidad para que los empresarios no se aprovechen de las necesidades de los consumidores.

Esta idea simplista, que puede tener vigencia en poblaciones pequeñas como las localidades santacruceñas, parte de la base de que se ofrecen pocos artículos, todos igualitos y homogenizados.

Sin embargo, cuando descubren la realidad se dan cuenta de que su esquema mental se estrella contra el suelo, porque no es lo mismo el costo y la rentabilidad de una empresa que se integra exclusivamente con trabajadores manuales, todos los cuales hacen lo mismo utilizando toscas herramientas, que otra empresa, altamente tecnificada, con líneas de producción diagramadas en sistemas informáticos y maquinaria de tecnología avanzada.

Consecuencias inevitables

La torpeza de las medidas anunciadas por los funcionarios indica que ignoran la existencia de distintas combinaciones de los factores de producción y que las rentabilidades vienen dadas por la productividad de la empresa y su ventaja competitiva, lo cual se genera no sólo por el diseño del layout y la disponibilidad de buena tecnología, sino también por la sabiduría en organizar la división del trabajo, diseñar un buen plan de producción, contar con flexibilidad para adaptarse a los cambios en la demanda, mantener una relación estratégica con la cadena de abastecimiento y disponer de canales idóneos de comercialización.

Para saber si la rentabilidad es razonable y justa, el ministro de Planificación debería establecer una tasa arbitraria sobre el rendimiento del capital invertido, con lo cual dejaría de ser el resultado de un proceso respaldado por el acierto con que se responde a las exigencias del mercado, para convertirse en un ítem burocrático que se adicionaría contablemente a otros rubros del costo.

La suposición de que el ministro de Planificación pueda tener un conocimiento perfecto sobre los métodos de producción y los costes de fabricación de innumerables empresas es una suposición absurda.

Con este accionar paralizante, la competencia dejaría de ser un método para descubrir oportunidades, porque no hay dos tenderos, ni dos agencias de viaje, ni dos supermercados exactamente iguales, lo cual no impide que haya competencia entre ellos. En el mundo real no hay dos empresas idénticas porque la mezcla de factores de producción –incluyendo el envoltorio, el producto, el diseño, el control de calidad, la publicidad, los servicios de postventa, la experiencia histórica desde su fundación y el sistema de producción basado en conocimientos– las harán totalmente diferentes.

Podrán compartir algunos criterios sobre la fabricación, pero siempre habrá un enorme número de diferencias particulares que se reflejarán en la rentabilidad según el precio y los costos que cada uno lleve al mercado.

Destruir este maravilloso sistema bajo la hipótesis de que el ministro de Planificación pueda controlar la rentabilidad para llevarla a niveles justos y razonables es una muestra cabal de soberbia política y de ignorancia de las leyes económicas, que conduce a la demolición del orden natural, el cual es la razón por la cual la humanidad ha sobrevivido durante siglos.

La rentabilidad no puede ser controlada ni limitada, porque desempeña un papel indispensable para que las personas puedan descubrir oportunidades desconocidas. Lejos de ser un beneficio egoísta, la rentabilidad es lo que en realidad induce a los empresarios a servir las necesidades de otros individuos con el mayor grado posible y sin coacción real.

¿Alguna vez los funcionarios de esta “nueva política K” comprenderán que es imposible hacer que la gente se comporte como si hubiese competencia y tuviese posibilidades de rentabilidad cuando ambas condiciones no están permitidas? © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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