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jueves 26 de octubre de 2006

La fuerza influyente de las iglesias

Los miembros de los diferentes cultos religiosos deben plantear los grandes principios necesarios para la refundación de la sociabilidad sobre las dos bases inconmovibles del orden social que respetan la existencia de hombres libres: la solidaridad y la subsidiariedad.

Hay ciertas cosas que no necesitan probarse; basta con abrir los ojos y mirar en derredor para tener la certeza de cómo son. Por ejemplo, no necesitamos argumentos de ninguna clase para probar que al mediodía es de día y no de noche. Este caso tenemos la certeza de que es así y de allí resulta la evidencia, es decir, aquel esplendor de la verdad que ilumina los acontecimientos imponiéndolos a nuestro entendimiento con la misma claridad con que el sol ilumina los objetos materiales.

Estos elementales principios filosóficos aplicados a la actual situación política nos señalan, sin miedo a equivocarnos, que la política ha dejado de ser la solución para convertirse en nuestro principal y más grave problema.

Cada día que pasa, es más evidente un estado de desasosiego y anarquía social que va adquiriendo mayor importancia a pesar de la –aparentemente buena– coyuntura económica.

Las cosas empiezan siempre desde arriba, con el estilo agresivo y encolerizado del primer mandatario, quien reitera en demasía las denuncias de ser víctima de un complot sin que nunca identifique quién organiza la conspiración.

La hostilidad en las formas del discurso va fluyendo hacia abajo y, a medida que llegan a las capas marginales de la sociedad, se amplifica y distorsiona sus efectos.

Así, tenemos instalada la violencia en las calles, la inseguridad en los hogares, el temor en las empresas, la incertidumbre en las inversiones y la falta de respeto en los elementales derechos a transitar, proteger los bienes propios y vivir con tranquilidad.

Las evidencias

Hoy, notamos que el Estado tiende aceleradamente hacia el centralismo y la hegemonía. Restringe las garantías jurídicas de los derechos individuales, rebaja el nivel intelectual del discurso público, disminuye las facultades de las instituciones parlamentarias, subalterniza la acción de los tribunales e impone el poder de una burocracia altiva, prepotente y maleducada, especialmente cuando se aplica al control de precios, salarios y fiscalización de impuestos.

Lo curioso es que, al mismo tiempo que aumentan las facultades extralegales de los funcionarios políticos, se produce una asimétrica disminución de la autoridad estatal.

El Estado quiere reglamentarlo todo sin darnos ninguna explicación: las relaciones laborales, las actividades productivas, el comercio exterior, el abastecimiento de productos alimenticios, la instrucción sexual a niños de poca edad, la prestación de servicios públicos y la regulación de dónde podemos fumar o qué podemos comer.

Pero, ese aumento de la actividad del Estado, en extensión e intensidad, oculta una insospechada pérdida de autoridad como antes nunca habíamos visto.

El Estado parece poderoso pero está obeso y es torpe. Ha caído en manos de grupos facciosos con los que debe pactar para ejercer un poder sin autoridad moral para conseguir lo que pretende.

Es increíble el poder otorgado a los sindicatos, beneficiarios de cifras multimillonarias en subsidios, ayudas y recaudaciones coactivas como si fueran órganos del propio Estado.

La influencia sindical es tan intensa que es imposible ejercer sobre ellos el simple y elemental control de saber adónde va a parar el dinero que pródigamente reciben.

Lo mismo sucede con otros grupos contestatarios, piqueteros, desocupados, barrios de pie o ambientalistas. Y mucho más peligroso aún es lo que acontece con las permisivas actitudes de fiscales y jueces que, temerariamente, protegen y liberan a individuos que luego cometen crímenes monstruosos.

Signos de los tiempos

Lo que en realidad pasa es que la organización estatal está discrepando cada vez más de la constitución política que el país ha adoptado. El poder real del Parlamento se ha evaporado por cuanto sus facultades han sido delegadas en el Poder Ejecutivo y transcurren fuera de las normas que la constitución dispone para custodiar la honra y el patrimonio de los habitantes.

Poco a poco, nos vamos deslizando hacia una situación feudal que se apoya en grupos de poder anárquicos dominados por barones medievales que deslucen el propio prestigio del Estado.

Esa disgregación del Estado de Derecho se produce de dos maneras:
1°. A medida que el Gobierno acumula poder, pierde autoridad y deja de utilizar las fuerzas del orden civilizado como la Policía y las Fuerzas Armadas, por lo que se ve obligado a reemplazar la autoridad por la influencia, ejercida de manera subrepticia a través de emisarios e individuos inescrupulosos comprados con favores y prebendas.
2°. La acción preventiva y represiva de las fuerzas policiales se ha reemplazado por el escrache de grupos irregulares de choque, reclutados dentro de la marginalidad política y los patoteros de barras bravas, en quienes el Estado ha delegado increíblemente la tarea de mantener el orden público.

Esos grupos violentos están cobrando influencia creciente en diversos órganos de la administración del Estado, quien ya no puede desprenderse de ellos y termina por quedar prisionero de su propia torpeza.

Al mismo tiempo que se hace patente la pérdida de autoridad, el Gobierno se despoja de su solemnidad y no puede impedir ningún corte de ruta, ni el bloqueo de puentes internacionales, ni los bochornosos sucesos de los hospitales metropolitanos, ni el deplorable traslado del cadáver de un ex presidente dando lugar a una inusitada muestra de grosería, mal gusto y chabacanería.

De esa manera, se está creando un derecho paralelo, arbitrario y aplicado con aprietes físicos o impositivos, que desplaza no sólo el derecho natural sino el derecho legislado por el Parlamento, debilita la autoridad del Estado e impide el ejercicio de los derechos y garantías individuales.

Fuerzas influyentes

La política ya no puede corregir este absurdo estado de cosas, puesto que es ella misma la que lo ha creado y utiliza como medio para permanecer en el poder ilimitadamente.

Este sistema feudal, que está reemplazando paulatinamente al sistema republicano de gobierno, no puede ser controlado ni limitado por la propia corporación política.

El Gobierno se ha transformado en soberano, arrebatando a los ciudadanos su soberanía individual y convirtiéndose en una pirámide de dignatarios que tienen poder territorial: los intendentes, los gobernadores, los dirigentes sindicales, los funcionarios que reparten dadivosos subsidios y los comisarios políticos con facultades omnímodas para castigar y prohibir.

El Estado ha dejado de ser aquello que antiguamente se pensaba –“la realización de una idea moral”– y se ha transformado en otra cosa: “una red de vinculaciones secretas dispuestas a utilizar la justicia en beneficio propio y el poder recaudatorio en defensa de intereses personales que se traducen en un enriquecimiento obsceno, garantizado por el silenciamiento concertado a fin de sustraer su conocimiento a la opinión pública”.

Pero aquí, frente a la deserción de la oposición y la claudicación de los dirigentes de entidades profesionales o de asociaciones empresarias, ha surgido una fuerza influyente que tiene enorme fuerza moral precisamente porque no ambiciona el poder.

Se trata de la acción de tres iglesias: la católica, la judía y los evangelistas, con claro liderazgo de las dos primeras.

Aun cuando las iglesias por definición deben mantenerse fuera de las luchas de los partidos políticos, ellas no pueden ser indiferentes al desorden social en que están viviendo aquellos que constituyen su feligresía o comunidad. Porque este desorden social ya está afectando la existencia religiosa y moral de todos los habitantes mediante ataques sistemáticos a la institución de la familia tradicional, al derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, al derecho de los padres a decidir el tipo de educación para sus hijos, a la formación de conductas afectivas y no sólo la instrucción sexual en niños pequeños, y a la escala de valores que ellos desean transmitir a sus hijos como la han recibido de sus padres y abuelos.

Por eso, las iglesias están llamadas necesariamente a pasar a primer plano. Ellas son las que deben plantear los grandes principios necesarios para la refundación de la sociabilidad sobre las dos bases inconmovibles del orden social que respetan la existencia de hombres libres: la solidaridad y la subsidiariedad.

La solidaridad, no entendida como la obligación impuesta por el Estado para que los laboriosos se hagan cargo del costo de las imprudencias ajenas, sino como la conciencia de responsabilidad personal que nos lleve a no exponernos a situaciones de peligro para no trasladar a terceros la culpa de nuestras faltas.

Y, también, la subsidiariedad, interpretada como el derecho que cada uno tiene a desplegar sus potencialidades humanas mediante la libre iniciativa individual sin que el Estado obstaculice ese derecho con reglamentaciones absurdas o cargas fiscales excesivas que impidan un adecuado progreso material.

Los gratificantes ejemplos del obispo y sacerdotes de Misiones y las increíblemente proféticas palabras del rabino comprometido con el país y con su comunidad nos están demostrando que las iglesias se han puesto en marcha y comienzan a desempeñarse como fuerzas influyentes para poner un límite al desborde que la política ha provocado.

¡Es un signo de esperanza! © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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