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martes 9 de agosto de 2016

Lo que el viento se llevó

Lo que el viento se llevó

¿Qué queda hoy en pie de aquellos años dorados en los que el esfuerzo aseguraba el éxito y las burocracias gubernamentales solo se ocupaban de administrar los bienes públicos sin dedicarse a hacer negocios ruinosos?

¿De qué modo han servido los frutos intelectuales de casi ochenta años de luchas políticas y penumbras sociales que proporcionaron enormes masas de información útil totalmente desperdiciada?

En la práctica, ha quedado en evidencia que cuando se trata de aprovechar las experiencias negativas, ciertas oleadas ideológicas absurdas nos han llevado a cometer los mismos errores una y otra vez.

Hoy suelen tildarse indiscriminadamente como “reaccionarios” a los gobiernos que tratan de sostener una democracia republicana basada en la división de poderes, porque la moda consiste en apelar a la nueva verdad: “la voz del pueblo”. Es la aparición del poder que se han concedido los ciudadanos a sí mismos, para presionar a como dé lugar por unos supuestos derechos humanos donde la intolerancia se lleva la medalla de oro.

Nuestra sociedad parecería querer desembarazarse así de cualquier compromiso social por sostener un desarrollo ordenado sobre bases “académicas”, razón por lo cual las pocas asociaciones e institutos de grado que siguen aportando conocimientos, reciben con harta frecuencia el desinterés popular.

Solo unas pocas cabezas claras intentan frenar el despilfarro de esfuerzos que parecerían estar concentrados en destruir el sentido común, teniendo que parapetarse como pueden para resistir una creciente barbarie política, económica y social.

La autoproclamada izquierda “democrática y progresista”, lucha por asemejarse a una verdadera anarquía del intelecto, mientras gana terreno subvirtiendo el orden de la información y el conocimiento, y fomentando abstracciones políticas con una total falta de pudor surgidas del “consenso” entre masas populares que han decidido apoderarse de la verdad absoluta por medio de la fuerza.

“Lo que me conviene (y merezco), si es bueno para mí, debiera serlo para todos”, dicen.

Mientras tanto, cuando asumen el poder, aprovechan para desarrollar trasnochadas ideologías que sumergen al pueblo en una puja que aporta, ¡oh ironía!, al crecimiento de nichos de corrupción que provocan asombro.

Jean Revel los identifica como aquellos que interrogan a sus interlocutores, preguntándoles con aire insolente: “¿desde qué lugar me habla Ud.?”, tratando de acallar informaciones fidedignas de la realidad a las que pretenden aplastar mediante ideas que no están sometidas a tamiz de certeza ni excelencia alguna.

Al mismo tiempo endiosan la nacionalización de los medios de producción aludiendo a las nuevas premisas “estrella” del lenguaje popular: “el nivel de vida del pueblo”, “la preservación de la igualdad sin exclusiones”, “la justa distribución de la riqueza”, recitando de tal modo un catecismo vacío con el que llenan horas de entrevistas “acordadas” y sínodos políticos donde parecen perseguir el análisis de una imposible cuadratura del círculo.

Mientras tanto, y en nombre de una “preservación” de la individualidad, el trabajo informal es alentado hasta un punto en que llega a constituir el 60% de la actividad productiva, lo que mantiene a grandes franjas de la población en un mundo marginal que resulta más fácil de controlar por estos gobiernos demagógicos que se difuminan como hormigas en busca de alimento.

En esta sociedad estamos viviendo, queramos aceptarlo o no.

Las falsas ideologías han ido consumiendo lenta e inexorablemente muchos cerebros, desarrollando una hoguera de creencias devastadoras que inflaman los espíritus y contribuyen a degradar aún más la confusión en que vivimos.

Muchos “pensadores” deciden acogerse, desafortunadamente, a esta ola de revoluciones inflexibles y fracasadas, pretendiendo demoler toda noción entre el bien y el mal, malversando ideas bajo el manto de supuestas verdades absolutas, ridiculizando con frecuencia cuestiones que deberían ser miradas, al menos, con más respeto.

No les importa un comino que ello provoque indirectamente una suerte de genocidio de millones de pobres que no accederán jamás a un nivel de vida decente, sin recoger ningún fruto de redistribuciones sociales cuyos producidos quedan en los bolsillos de cincuenta vivos QUE LES CIERRAN LA PUERTA DEL PROGRESO EN LAS NARICES, a pesar de invocarlos en su credo de “inspiración” revolucionaria.

En ese escenario, los argentinos seguimos eligiendo con una unción patética el camino más ridículo: la esperanza de que repitiendo los mismos errores que hemos cometido una y otra vez en el pasado, nos irá mejor, sin dejar de hablar entre nosotros un idioma que el resto del mundo no entiende, como nos dijo alguna vez, con agudeza y mucho sentido del humor, el ex Presidente del Uruguay Jorge Batlle Ibáñez.

La cuestión no pasa por preferir a Macri o a Cristina y Néstor, sino por poner en marcha un urgente cambio de cultura social.

¿Habrá gente dispuesta aún a remover los obstáculos que ello supone?

carlosberro24@gmail.com