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miércoles 18 de septiembre de 2013

Los estragos de la envidia

Los estragos de la envidia
Acción Humana
El diccionario de la Real Academia Española define la:
«envidia.
(Del lat. invidĭa).
1. f. Tristeza o pesar del bien ajeno.
2. f. Emulación, deseo de algo que no se posee.»
Del análisis de la anterior definición, no resultará difícil concluir que el paradigma del envidioso es -sin lugar a dudas- el ladrón. Es precisamente la envidia lo que lleva al ladrón a robar. Y si bien todo ladrón es un envidioso, no todo envidioso resulta ser un ladrón. Podría afirmarse además que, una mayoría muy importante de envidiosos no llegan al extremo de robar por sí mismos. No nos interesan por el momento los envidiosos que encomiendan a expertos ladrones el despojar de sus pertenencias a las personas envidiadas, sino que concentraremos nuestra atención en ese gran número de envidiosos que encargan a la clase política y –específicamente- al gobierno robarles a unos para darles a otros.
Esto es precisamente lo que sucede en aquellas sociedades donde las mayorías votan gobiernos que prometen «políticas redistributivas» bajo rótulos sentimentalistas y psicológicamente efectivos, como los tan popularmente machacados de «políticas sociales, de bienestar, de felicidad, justicia social y por el estilo.
Un complejo de culpa hace que una mayoría de envidiosos se nieguen a sí mismos esa tan deplorable condición. Dirán que no piden cosas o beneficios para ellos, sino para los más menesterosos. Pero -como dejamos dicho- esta forma de expresarse (o de pensarse) es un autoengaño, y una manera de intentar descargarse culpas o proyectarlas en otros que, quien no quiere reconocerse a sí mismo como envidioso, instrumenta en su «defensa» cuando quiere convencer a otros de ello, o en su autodefensa cuando a quien procura persuadirse es a sí mismo. Pedir que otros roben para otros en nuestras sociedades modernas hasta puede llegar a sonar «humanitario» y «respetable» y, por supuesto, forma parte de lo political correctness.
Lo cierto es que, todos aquellos que votan plataformas políticas que promueven «políticas sociales» de reparto o redistribucionistas, creen que mediante tales políticas «todos» saldrán beneficiados, incluyendo el propio votante en cuestión y más allá del error de tal obrar. Es decir, quién vota así, también espera recibir alguna porción o tajada (mayor o menor) del redistribucionismo. Y ello, por mucho que lo niegue y que insista que vota en ese sentido «por el bien de los demás». Y si, en el fondo de su alma, obra de tal manera porque cree que él (o ella) también saldrá beneficiado en ese reparto, es porque sufre de alguna dosis de envidia, por poca o mucha que está en realidad fuere.
El blanco preferido de la envida es, por supuesto, la propiedad privada:
«Pervive, sin embargo, no obstante tanta persecución, la institución dominical. Ni la animosidad de los gobernantes, ni la hostilidad de escritores y moralistas, ni la oposición de iglesias y escuelas éticas, ni el resentimiento de las masas, fomentado por instintiva y profunda envidia, pudieron acabar con ella. Todos los sucedáneos, todos los nuevos sistemas de producción y distribución fracasaron, poniendo de manifiesto su absurda condición.»[1]
La envidia, asimismo, es una de las causas de los nacionalismos:
«El resentimiento y la envidia como una de las causas de los nacionalismos también explican el caso de no pocos latinoamericanos; dice Carlos Rangel que «Una manera menos objetable que la exaltación de la barbarie como lo auténtico y autóctono nuestro, pero igualmente deformante como manera de vernos y autojustificarnos los latinoamericanos, es suponer y sostener que tenemos cualidades espirituales místicas que nos ponen por encima del vulgar éxito materialista de los Estados Unidos. Y esto a pesar que durante toda nuestra historia independiente, hasta la aparición tardía del marxismo entre nosotros, habíamos sido deudores casi exclusivamente de los EE.UU. por nuestras ideas políticas y nuestras leyes; y si no por la práctica, por lo menos por la retórica de la democracia y la libertad».[2]
Igualmente, es la envidia la que promueve y mecaniza las políticas fiscales:
«Más que un impuesto, la sobretasa progresiva es un disuasivo a la inversión, dictado en beneficio de las carreras políticas de los demagogos. E inspirados en el innoble sentimiento de la envidia, motor de la ideología socialista. Análogo es el impuesto a los artículos «de lujo»: el rico no deja de comprar su yate por el impuesto al lujo, simplemente reajusta el precio de aquello que vende.»[3]
Para el profesor S. Mercado Reyes, hablando del nacimiento de los burgueses:
«Forman poco a poco todo un movimiento social pues su laboriosidad, su ir y venir para todos lados les llega a dar la imagen de gente que acumula riquezas y se hacen presa de la envidia de los señores feudales que empiezan por imponerles impuestos o a negarles el permiso de vender o producir en los feudos del rey. Pero el movimiento de estos burgueses es imparable, así que la vieja corriente centralizadora debe tomar nuevo maquillaje y ahora se presentará como la reivindicadora de las clases pobres. Este nuevo maquillaje de la vieja corriente centralizadora, feudal tomará el nombre de socialismo.»[4]
En otras palabras, el sentimiento de la envidia estuvo presente casi siempre, desde los señores feudales, pasando por los socialistas, nacionalistas y –como dice L. v. Mises más arriba- » los gobernantes,…escritores y moralistas,…iglesias y escuelas éticas,…el resentimiento de las masas». Es decir se encuentra más generalizado de lo que muchos parecen creer que lo está.
En fin, los envidiosos son tantos que, su número explica el éxito electoral de los populismos e intervencionismos que asolan el mundo de nuestros días generando más y mayor pobreza donde sin ellos la riqueza rebosaría por doquier.


[1] Ludwig von Mises, Liberalismo. Editorial Planeta-Agostini. Pág. 93.
[2] Alberto Benegas Lynch (h). Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. pág. 438 y 439.
[3] Alberto Mansueti. Las leyes malas (y el camino de salida). Guatemala, octubre de 2009, pág. 220
[4] Santos Mercado Reyes. El fin de la educación pública. México. Pág. 37