La prepotencia del poder
Son casi infinitos los ejemplos de abusos del Leviatán, pero en esta nota aludo a un aspecto del caso irlandés derivado de la época de Isabel I de Inglaterra, país este, a pesar de muchas y reiteradas tropelías, caracterizado por la más civilizada evolución del derecho especialmente a partir de la Carta Magna de 1215, una larga historia de donde pueden extraerse muy buenos ejemplos pero también injusticias severas.
Antes de analizar el caso, conviene primero recordar sumariamente el origen de esta reina (donde también se estampan otros atropellos): su padre, Enrique VIII, se cansó de su mujer Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos de España, y se enamoró de Ana Bolena, hermana de una de sus anteriores amantes. Al efecto de lograr que la Iglesia Católica anulara su matrimonio recurrió a el texto del Levítico (20, 21) en el que se consigna que será maldecido quien contraiga nupcias con la mujer de su hermano. Como Catalina se había casado con Arturo Tudor hasta que éste murió tempranamente, el rey insistía en que su matrimonio era nulo. Su casamiento pudo tener lugar debido a que el papa Julio II, por medio de una bula, dejó sin efecto el correspondiente “vínculo de afinidad” decretado en el derecho canónico que imposibilitaba casamientos que incluían vínculos del tipo señalado.
Buena parte de la estructura de poder en Inglaterra se dedicó sin éxito durante meses a presionar al nuevo papa Celemente VII para que abrogue la bula de su predecesor. El casamiento se llevó a cabo de igual manera y Enrique VIII se autoproclamó “jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra” ante el arzobispo de Canteburry de donde parte la Iglesia Anglicana separada de Roma (ya cuatro siglos antes, cuando Enrique III intentó unificar la ley en el fuero civil y dejar de lado el eclesiástico -y por ello el asesinato del arzobispo Thomas Becket- comenzaron los problemas con el catolicismo). En todo caso, de la así establecida pareja real (a la que se opuso el canciller Thomas Moore, lo que le costó la cabeza en sentido literal) nació Isabel a quien una Ley de Sucesión a su medida proclamaba heredera al trono al efecto de dejar de lado a María hija de Catalina, reina destronada ésta quien al poco tiempo murió. Cuando el rey dejó de atraerle Ana y comenzó sus andanzas con Jane Seymour, declaró que aquella había cometido adulterio y por tanto la condenó a muerte y promulgó una nueva Ley de Sucesión para esta vez consignar que Isabel era bastarda y que el futuro hijo o hija de Jane -la nueva desposada- sería coronado/a en su momento, al tiempo que muy paradójicamente se empleó el “vínculo de afinidad” para anular su último matrimonio basándose en el inaudito argumento que, como queda dicho, había sido amante de su hermana. Luego se sucedieron tres mujeres más en medio de embrollos de tenor equivalente, pero de cualquier modo Isabel fue coronada después de muerto de tuberculosis su hermanastro Eduardo VI, decapitada su prima Jane Grey luego de su reinado de nueve días y muerta su hermanastra María después de haber desatado una implacable persecución a los no católicos durante los cinco años de su reinado (de allí proviene lo de Bloody Mary y esta fue una de las razones por las que más adelante John Locke en sus escritos sobre la materia excluyera a católicos y ateos de la necesaria tolerancia) y habiéndose liberado la misma Isabel de prisión y de un destino funesto en la Torre de Londres por conspiradora.
Isabel I no solo promulgó la Ley de Supremacía y Uniformidad al efecto de imponer el protestantismo a pesar de las resistencias y rebeliones locales en la ya maltratada Irlanda (que contaba con un admirable sistema pacífico y muy fértil de cooperación social, tal como lo documentan autores de la talla de W. I. Miller, J. Penden y la compilación de R. F. Foster en su The Oxford History ofIreland), primero con la incursión normanda y después la invasión organizada por Enrique VIII en 1536 lo cual se completó de modo férreo con la mencionada reina en medio de represiones brutales a ese pueblo (según consigna M. Duchein en Isabel I de Inglaterra, por cierto no sonaba nada amistoso Richard Binham, uno de los delegados militares ingleses en Irlanda, al proclamar que “este pueblo no puede ser gobernado más que por la espada, pues no hay diferencia entre un irlandés y un lobo hambriento”).
Ya he escrito antes en detalle sobre el caso irlandés, país de donde proviene buena parte de mi familia (Galway) pero en un artículo periodístico no resulta posible abarcar todo el problema de modo que centraré la atención en una derivación importante de la aludida invasión isabelina que se refiere a reiterados problemas referentes a la asignación de los derechos de propiedad, situación que se tradujo en una pobreza espeluznante que llegó a su pico de crisis en el siglo XVIII e hizo eclosión en el siguiente con la mal llamada “hambruna de la papa” que generó una situación desesperante de una magnitud como pocas en la historia de la humanidad.
Una nutrida bibliografía se refiere a este desgraciado problema. Tal vez los trabajos más destacados sean los ensayos de T. Bethell “Why Did Ireland Starve?” y de D. J. Webb “British-Irish Relations” y los libros de P. JohnsonIreland: Land of Troubles, C. Woodham-Smith The Great Hunger, J. Mokyr Why Ireland Starved,W. F. Lecky A History or Ireland, I. Butt Land Tenure in Ireland: A Plea for the Celtic Race y también J. O`Connor History of Ireland. Como se ha hecho notar, es interesante observar que en la primera edición de Principiosde Economía Política de T. Malthus el autor atribuía todo el problema irlandés a la sobrepoblación pero en la segunda edición introduce un punto crucial al escribir respecto a este caso que “Hay ciertamente una deficiencia fatal en una de las grandes fuentes de prosperidad: la perfecta seguridad de la propiedad”. Contemporáneamente T. Sowell ha mostrado que toda la población del planeta cabe en el estado de Texas con 600 metros cuadrados por familia tipo y que Somalía tiene la misma densidad poblacional que Estados Unidos y que Calcuta también la tiene igual que Manhattan. El problema es de marcos institucionales, lo cual hace que en un lugar se hable de hacinamiento y en otro de prosperidad con idéntica población. Lo mismo ocurría en Irlanda en la época señalada: tenía la misma densidad poblacional que Inglaterra.
Pues bien ¿qué hizo que a mediados del siglo XIX los irlandeses sufrieran esa colosal hambruna y emigrara la mitad de su población y que muriera de hambre la octava parte de su gente? Las respuestas comunes atribuyen la calamidad al hongo que atacó cosechas de papa (pylophthaora infestans) o que los irlandeses son indolentes y apáticos. Ninguna de las dos cosas se sostienen. Lo primero porque ese hongo también se esparció con la misma intensidad y en el mismo tiempo por Bélgica y Escocia sin que haya producido los efectos mencionados. Lo segundo se da de bruces con la situación relativa de los irlandeses antes de la conquista efectiva inglesa que incluye áreas cultivadas en proporciones mayores que las de Inglaterra, Holanda y Suecia del período considerado (y tampoco se condice con el éxito logrado por la mayor parte de esta gente en los diversos lugares en los que se establecieron, especialmente en Argentina y en Estados Unidos).
La explicación satisfactoria consiste en que los conquistadores ingleses confiscaron las propiedades de los irlandeses y alquilaban las tierras arrebatadas a los antiguos propietarios en condiciones que no resultaban viables para la explotación (además de los contraincentivos de tamaña expropiación). A esta situación lamentable se agrega al antes referido problema religioso que, por ejemplo, significaba que en la época de Isabel I ningún católico podía heredar, ni arrendar y si era denunciado por contrariar estas disposiciones, en recompensa por la delación el denunciante se quedaba con la propiedad correspondiente. También afectó gravemente la calidad de los marcos institucionales la abolición del Parlamento irlandés y las centralizadas legislaciones que emanaban de Londres.
Bethell -de cuyo trabajo citado hemos extraído valiosos datos y referencias bibliográficas sobre este espinoso y fundamental asunto- enfatiza en su ensayo el valor de la institución de la propiedad privada y que el caso irlandés revela que los incentivos correspondientes resultan indispensables al efecto de asignar eficientemente los siempre escasos recursos y así permitir los mejores niveles de vida que las circunstancia permitan y alejarse de “la tragedia de los comunes”.
En todos los períodos históricos pueden encontrarse tradiciones y medidas saludables y políticas desastrosas. Lo mismo ocurrió durante el largo reinado de Isabel I del que surgieron buenas ideas pero también serios problemas cuyos efectos se prolongaron con notable fuerza: atropellos a pueblos enteros y ayudas fraternas, al tiempo que se iba gestando una sólida concepción del derecho como proceso de descubrimiento y no de diseño o ingeniería social, en franca contradicción con mandatos arbitrarios y contrarios a la justicia según la clásica definición de Ulpiano de “dar a cada uno lo suyo”.
Los atropellos del Leviatán producen consecuencias horrendas, para citar un ejemplo del momento es oportuno reproducir una información de Associated Press basada en documentación del Pentágono vinculada a la manía de involucrarse en guerras. Allí se destaca que durante el año 2012 se suicidaron 349 soldados estadounidenses en servicio activo, lo cual supera los 215 muertos en combate en Afganistán durante el mismo período.
Robin G. Collingwood publicó en Oxford un muy divulgado ensayo en el que escribe que las civilizaciones se derrumban cuando la gente ya no cree más en sus valores, del mismo modo que quien es acosado por el intenso frío y en lugar de moverse para entrar en calor, se deja morir.
Fuente: independent.typepad.com