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jueves 22 de mayo de 2014

Todos quieren ser Estado

Todos quieren ser Estado

Desde la Revolución americana de 1776 y la francesa de veinte años más tarde no cesa el aluvión de grupos nacionales que quieren constituirse en Estado

Primero lo hicieron por la fuerza de las armas los países de la América hispana, aunque Brasil se convirtió en Imperio sin verter sangre. A lo largo del siglo XIX se constituyeron el Imperio alemán y la Italia unificada, con sendas y numerosas guerras. Tres grandes colonias del Reino Unido se transformaron pacíficamente en “Dominions”: Canadá en 1867, Australia en 1901 y Nueva Zelanda en 1907. Tras la Primera Guerra Mundial, la creación de naciones se multiplicó en aplicación de la doctrina del presidenta estadounidense Wilson. El resultado no fue halagador. Desde entonces, el nacionalismo se ha extendido a los cinco continentes, en especial a las que fueron colonias de las potencias europeas. En términos generales, la mayor parte de las transiciones hacia el Estado-nación fueron cruentas. Ni siquiera los horrores cometidos en nombre de las naciones en dos guerras mundiales han detenido el clamor por crear Estados nacionales. De forma más democrática y civilizada, sin duda, pero sin cesar en el intento, siguen los hombres apelando a la raza, la religión, el idioma, la historia o el hogar común para crear estados nacionales.

No es mi intención hoy entrar en la cuestión de qué grupos humanos tienen el derecho a constituirse en Estado. Más me interesa preguntar el porqué de ese impulso tan difundido, que lleva a numerosas comunidades a querer separarse del país al que pertenecen, como proclaman muchos escoceses o catalanes, o a reforzar y extender un Estado-nación en horas bajas, cual reclama el presidente ruso, o a transformar una organización de mera conveniencia, como es la Unión Europea, en un supra-estado. ¿Qué virtudes tiene la organización estatal para haberse convertido, a lo largo de los últimos dos siglos, en el objeto del oscuro deseo de tantos y tantos humanos?

Condición indispensable

Los catedráticos Daron Acemoglu, de economía en el MIT, y James A. Robinson, de ciencia política en Harvard, publicaron hace año y medio un libro que ha hecho furor entre los estudiosos del desarrollo económico. Se titula Por qué fallan las naciones: el origen del poder, la prosperidad y la pobreza. La palabra “nación” en inglés estadounidense tiene un significado algo distinto que en español. Correctamente traducido a nuestro idioma, el libro debería llamarse “Por qué hay Estados fallidos”, sean éstos naciones o no en el sentido metafísico europeo. Para Acemoglu y Robinson, un Estado bien constituido y de adecuado funcionamiento es condición indispensable para el progreso de su población. En eso estoy de acuerdo. No pertenezco a la escuela “anarco-capitalista” de la que son feligreses muchos buenos economistas amigos míos. Creo que es indispensable para la preservación de las libertades individuales la existencia de un Estado que defienda a sus ciudadanos contra los enemigos exteriores, que preserve el orden público, en cuyo nombre se imparta Justicia, y que defienda la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos.

Acemoglu y Robinson sostienen que los estados eficientes tienen dos características: un mínimo de centralización administrativa y unas instituciones “inclusivas”. Explico. Entienden que los estados que se muestran incapaces de desempeñar debidamente las funciones de Defensa, orden público, Justicia y respeto de los acuerdos privados están en peligro de disolución y anarquía. Y dan muchos ejemplos de estados fallidos. Hoy lo sufren los ciudadanos de Venezuela en América o los congoleños en África. Pero una imagen vale más que mil palabras: la foto en el libro de un soldado somalí, arma al hombro y cintas de munición arrolladas al cuerpo resume elocuentemente las consecuencias de la anarquía armada. Sin embargo, la centralización del poder estatal en el siglo XX ha ido demasiado lejos. No cerremos los ojos al peligro de que el Estado acabe convirtiéndose en un sistema de explotación de los individuos por la elite gobernante o los grupos de presión. Unos gobiernos que gastan lo equivalente a la mitad del PIB nacional y lo reparten entre su clientela electoral evitan la anarquía, pero ahogan la libertad.

De ahí que Acemoglu y Johnson den tanta importancia a que las instituciones sean inclusivas; es decir, que la población en su conjunto se sienta representada por las autoridades, que éstas atiendan a sus deseos y que se pueda poner freno a los posibles excesos. La democracia parece ideal como marco político para alinear a las autoridades con el pueblo. Sin embargo, la experiencia muestra que a menudo el pueblo se excede en el uso del voto, utilizándolo para explotar u oprimir a las minorías. Pululan los grupos de interés que usan el voto para conseguir privilegios y extraer rentas, a través de los llamados “derechos sociales”, o de la expropiación fiscal o la opresión de quienes no son nacionales de primera clase. Las democracias modernas corren el peligro de dejar de ser “inclusivas” para ser “extractivas”, receta segura del estancamiento económico.

Solidaridad

Aquí entra en escena la Nación. El sentimiento nacional se utiliza cada vez más para disimular esas labores de explotación. En los estados medianos y grandes, como España, o en las organizaciones supraestatales, como la UE, la redistribución territorial de la riqueza, pese a que no promueve el sólido desarrollo de las regiones atrasadas, se justifica apelando a la solidaridad nacional o al espíritu europeo. Esa excusa solidaria se repite que a nivel local: muchos claman por la independencia para retener esos fondos de reparto y gastarlos en casa. Así, en Cataluña ha corrido la voz de que “España nos roba” con el fin de ‘robarse’ entre catalanes. Así, los nacionalistas escoceses quieren repartir localmente el producto de los impuestos sobre el petróleo del mar del Norte. Así, en Bruselas la Comisión y el Parlamento se quejan del mal uso de los fondos solidarios y reclaman más poder en el reparto y la vigilancia. Lo curioso es que esos nacionalistas y europeístas no piensan sino en imitar a su escala el Estado de Bienestar de cuyo mal uso tanto se quejan. Si los estados se redujeran a garantizar el marco que exige el buen funcionamiento de las actividades productivas privadas, muchas tensiones nacionalistas desaparecerían. ¡Ah! Pero entonces, ¿qué harían los cabecillas de estados potenciales que sólo sueñan con lucirse como grandes dirigentes a escala mundial?

 

Fuente: www.elcato.org