De la fiesta al velorio
La opinión política y económica de Vicente Massot
Tal como se perfilaban los acontecimientos, razones tenía el gobierno para anunciar la buena nueva, preparar los festejos y tirar la casa por la ventana luego de que Axel Kicillof cerrara el acuerdo con el Club de París. Todo indicaba que el kirchnerismo, con base en el relato ya conocido, se aprestaba a forjar una nueva mitología, sólo que esta vez el héroe homérico sería el joven ministro de Economía. No se necesitaba demasiado ingenio para la puesta en escena ni forzar abusivamente los hechos como en otras oportunidades. Si bien el visto bueno de los acreedores no supone la salvación del kirchnerismo, y todavía falta ver qué tantos dólares entran al país, Kicillof consiguió su propósito. Si a ello se le sumaba, por un lado, que el Fondo Monetario Internacional quedó relegado al lugar del convidado de piedra y, por el otro, la celeridad del arreglo en la Ciudad Luz, era lógico que Cristina Fernández luciese eufórica. Sus escuderos habían hecho los deberes razonablemente bien. Ella se encargaría de convertirlos en personajes de leyenda.
Pero la algarabía resultó pasajera. Se cruzó en el camino del oficialismo el juez Ariel Lijo y la fiesta se transformó, en cuestión de segundos, en un verdadero velorio. ¿Qué había sucedido? Algo de lo cual se venía hablando desde el año pasado: el llamado a prestar declaración indagatoria, extendido por aquel magistrado, a Amado Boudou. Siendo así, no existían razones para que la administración presidida por la viuda de Kichner se sorprendiera. Tanto ella como Carlos Zannini, al menos, conocían bien los entretelones del asunto, de modo tal que si la decisión de Lijo los descolocó fue debido a uno de estos dos motivos: o no creyeron en las señales que oportunamente les habían llegado desde el mismo juzgado que lleva la causa o no funcionó la estrategia montada a los efectos de salvaguardar a Boudou.
En realidad, estallado el escándalo Ciccone y atascado el segundo de Cristina Fernández en ese berenjenal, fueron legión los kirchneristas de paladar negro preocupados por las consecuencias que podría traer aparejadas un asunto tan poco claro. Entre ellos, Carlos Zannini y Máximo —quizá por el grado de impunidad del cual gozan— levantaron la voz en contra del vicepre-sidente, delante de La Señora. Pero todo fue en vano. En aquel entonces Boudou era intocable, y la orden que impartió su principal valedora, no dejó lugar a dudas: defenderlo a muerte. De lo contrario, si le soltaban la mano, los ganadores serían La Nación y Clarín.
Nadie ignoraba los alcances del entuerto y los riesgos que se asumían. Nadie, al mismo tiempo, se animó a preguntar demasiado. Fuera porque Zannini y el hijo dilecto sabían con lujo de detalles la complicidad del santacruceño en el negociado o porque se dieron por enterados de que, a la relación de la presidente con su compañero de fórmula, no resultaba conveniente tensarla, lo cierto es que por espacio de más de un año se tragaron sus convicciones y trataron de defender lo indefendible.
Puestos en alerta de que era inminente la indagatoria, Carlos Zannini se encargó de montar un operativo cuyo propósito —en otro contexto y con otras bases argumentales— fue similar al vertebrado para cargarse en su momento a Daniel Rafecas. El plan montado tenía por objeto sacar a Lijo del medio y así ganar tiempo. En este orden resultaba vital la buena disposición de los tres integrantes de la Sala I de la Cámara Federal: Jorge Ballestero; Eduardo Freiler y Eduardo Farah, de ordinario cercanos al oficialismo. El kirchnerismo sabía que, tarde o temprano, se hallaría en una situación dificilísima y que no tendría más remedio que recurrir al control sobre la Justicia, tan exitosamente ejercido en el curso de la última década.
Su reacción fue copia de la que en tantas ocasiones le había dado excelentes resultados:
conversar con los jueces amigos. Sólo que ahora el tiro le salió por la culata y a Boudou no lograron ponerlo a salvo de la indagatoria del próximo 15 de julio. ¿Qué falló en la estrategia gubernamental? No existió, de parte de la Casa Rosada, una serie garrafal de errores. En realidad, hasta donde se puede reconstruir la trama, en la Cámara Federal no había opinión formada respecto de si ceder a la presión oficial y separar a Lijo de la causa o si resistir la orden y malquistarse con el poder de turno. En eso aparentemente estaban los tres integrantes del tribunal, cuando se conoció la denuncia de las diputadas Laura Alonso y Patricia Bullrich de lo que se estaba tramando. Dos de los magistrados —Ballestero y Freiler— ante el escándalo en ciernes, se decidieron por la segunda alternativa. Por su lado, Lijo se apuró a actuar y cerró el cerco en torno de Boudou.
Lo que descolocó a la administración kirchnerista no fue el pedido del juez sino la aparición en el escenario de las diputadas que pusieron al descubierto un plan trabajosamente urdido desde la Secretaría General de la Presidencia de la Nación, cuyo fracaso no estaba escrito en ningún lado. Como suele suceder en estos casos, el curso de acción elegido por Zannini y sus laderos no tuvo en cuenta ni la filtración que les permitió a las dos representantes del PRO adelantarse ni el cambio de actitud de los jueces cercanos al Poder Ejecutivo —preocupados ahora por el final del ciclo K y acuciados por la necesidad de tomar distancias del mismo— ni la rapidez de Lijo.
¿Cómo sigue la historia? Imaginar siquiera que podría el oficialismo montar —en el lapso que va de hoy hasta el 15 de julio— una nueva embestida contra el juez, es imposible. Lijo está más firme que nunca en razón de que el país en su conjunto tomó conocimiento del intento de hacerlo de lado. Su salvoconducto, de ahora en adelante, pasó a ser este antecedente. Removerlo sería un escándalo. Además, no habría cómo instrumentarlo. Conclusión: dentro de unos cuarenta y cinco días, concluido el campeonato mundial de fútbol, Boudou deberá comparecer y tendrá la oportunidad de demostrar —si puede— su inocencia.
El dilema que se ha abierto en el kirchnerismo no es de fácil resolución: qué hacer con un tarambana capaz —en su desesperación— de prender el ventilador y dejar en posición desairada o desesperante no tanto a Néstor Kirchner —que está muerto— sino a su mujer. Respecto a Boudou no hay dos opiniones: es un irresponsable con pocas luces. Por eso mismo, resulta peligroso. A esta altura hay un equipo de expertos convocado para armarle al vicepresidente un libreto creíble. De lo contrario, dejado en libertad de acción, podría producirle un daño incalculable al gobierno en general y a su hada madrina en particular.
Pero no sólo la endeblez intelectual del personaje es materia de preocupación. La orden de cerrar filas junto a él —que acaba de bajar, una vez más, Cristina Fernández— pone en aprietos a los únicos candidatos del FPV en condiciones de competir en las elecciones presidenciales de octubre del año 2015. Tanto a Daniel Scioli como a Florencio Randazzo, la instrucción de su jefa se les debe haber atragantado. ¿Cómo quebrar una lanza en defensa del funcionario con peor imagen del país? ¿Con qué argumentos defender cuanto la mayoría de la gente piensa que es un acto de corrupción descomunal? ¿Porqué atar su suerte a la de Boudou? Son todas preguntas que, aun cuando no les guste reconocer al gobernador bonaerense y al titular de la cartera de Interior, tienen una sola respuesta: —¡porque lo dice Cristina!
Si —para colmo de males— el vicepresidente fuese procesado inmediatamente después de la indagatoria, la sombra del juicio político y de un eventual desafuero comenzará a recortarse en el horizonte. ¿Qué hará entonces la presidente? ¿Le dará la espalda a su favorito de otrora o se arriesgará a proteger al hombre que, en un rapto irracional, eligió para que la acompañase en la boleta del Frente para la Victoria? Si Amado Boudou o Lázaro Báez cayeran de su pedestal, la situación de Cristina Fernández se tornaría en extremo complicada. Por eso mismo, el vicepre-sidente como el empresario seguirán gozando de protección. Hasta la próxima semana.
Fuente: Gentileza Massot/Monteverde & Asoc.