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jueves 4 de agosto de 2005

¿El Estado vuelve a quedarse con todo? (parte 1)

Considerar que el derecho administrativo es más importante que el privado y que el Estado goza de privilegios casi divinos para regular la vida económica de la gente ha sido la causa de que los llamados “servicios públicos” sean considerados propiedad estatal inalienable. Sin embargo, es posible plantear otras alternativas que liberen a la sociedad.

Las empresas privatizadas que brindan servicios públicos se encuentran acorraladas. Para mantenerse en funcionamiento deben hacer cuantiosas inversiones, pero el congelamiento de las tarifas les impide generar recursos. Además, soportan pasivos en dólares que la devaluación de Remes Lenicov-Duhalde les multiplicó por tres. Por último, deben tributar el 52% sobre las tarifas que facturan a los usuarios. Sin subsidios ni aumentos tarifarios o reformas impositivas, sólo les resta esperar el colapso o irse. Pero al mismo tiempo el Gobierno las ataca agresivamente con un deplorable estilo político, que intenta mostrar firmeza pero que desnuda una innecesaria grosería.

Seguramente el proceso terminará con la reestatización de estas empresas y la adjudicación ulterior a ciertos personajes que el Gobierno denomina “la nueva burguesía nacional” y que no son más que empresarios de la nueva política que intentan ocupar el lugar de los denostados “empresarios cortesanos” de la era menemista.

A principios de los 90 surgieron vehementes sospechas de que las privatizaciones se adjudicaban contra el pago de importantes dádivas para inclinar la voluntad de los funcionarios otorgantes y de los dirigentes sindicales que las facilitaban. Mirando ahora las cosas con la misma profundidad, también se puede pensar que este hostigamiento gratuito se produce por las desmedidas ganas que tienen los nuevos políticos por involucrarse en los negocios y pellizcar una parte importante del flujo de fondos. Así hacen lo que ellos llaman “la caja”.

En ambos procesos, el de los 90 y el actual, se utilizan los mismos modus operandi: el contrato de concesión y un clima envuelto en la misma bruma de corrupción estructural.

La trama comienza cuando las leyes, la ideología y las costumbres administrativas sostienen que los servicios públicos son originaria e inalienablemente propiedad del Estado. El Estado es el amo y el señor de los “servicios públicos” y sólo él puede prestarlos por sí o a través de un operador pero por tiempo determinado.

Si decide explotarlos por sí mismo, seguramente terminará en similar fracaso al que experimentamos a fines del 89: colapso del sistema eléctrico, imposibilidad de instalar teléfonos, demoras de 12 horas para conseguir una llamada de larga distancia, administración de la única petrolera del mundo que producía pérdidas, ferrocarriles subsidiados que no funcionaban, cortes en el servicio de agua potable, obsolescencia en comunicaciones, déficit insalvable de gas domiciliario e industrial y abandono de obras de salubridad y desagües.

En ese entonces toda la población comprendió que las empresas estatales eran un fracaso, que no pueden funcionar con criterios políticos cuando hay que adoptar decisiones económicas porque terminan alimentando la corrupción, inflando los costos, llenándose de personal innecesario, prestando un pésimo servicio y dilapidando el capital.

Por eso el neojusticialismo de Menem, con el apoyo masivo de toda la población, privatizó la explotación de estos servicios mediante contratos de concesión. El Estado delegó en privados su presunto derecho a prestarlos, autorizándoles a explotar un monopolio en un mercado cautivo, con tarifas elevadas.

Como al término del contrato, todas las redes, instalaciones y bienes de capital debían devolverse “sin cargo” al Estado, las empresas privatizadas no invirtieron un peso de su propio capital. Afrontaron las obras mediante préstamos internacionales cuyos intereses y amortizaciones cargaron a las tarifas. En el fondo, las inversiones fueron financiadas por los usuarios para que al final de la concesión sean regaladas al Estado quien se apoderará fraudulentamente de esos capitales sin reconocer los derechos patrimoniales de quienes hicieron aportes irrevocables y forzosos a través de tarifas elevadas.

Se dice que estos servicios son públicos porque se trata de la prestación de algo indivisible que puede ser usado por todos: agua potable, energía eléctrica, gas, redes telefónicas, transportes urbanos, subterráneos, líneas aéreas, recolección de basuras, sistemas de comunicaciones satelitales, mantenimiento de plazas y jardines.

La primera pregunta es: ¿por qué esos servicios son considerados públicos y no lo son otros, tanto o más necesarios e imprescindibles para la gente? Como ser la elaboración y venta de pan, el mantenimiento de una cadena de carnicerías, los negocios de almaceneros minoristas, las redes de estaciones de servicios, la distribución de diarios y revistas, las emergencias médicas o los servicios de reparto a domicilio (delivery).

Es evidente que esta concepción feudal de los derechos señoriales del Estado ha resultado de una infiltración ideológica en materia jurídica: considerar que el derecho administrativo es más importante que el derecho privado y que el Estado goza de privilegios casi divinos para regular la vida económica de la gente, ignorando que es la acción humana y no la acción estatal la que crea riquezas.

La segunda pregunta se refiere a otra cuestión tan importante como la anterior: ¿no hay otra alternativa distinta a que el Estado sea quien ejecute por sí mismo las tareas que forman parte de un servicio público o que delegue en un privado el monopolio legal de hacerlo mediante contratos de concesión?

Aquí hay un enorme campo de reflexión y de propuestas que formularemos en la próxima nota y que consisten en privatizar dando a la sociedad lo que es de la sociedad, sin crear monopolios privados o estatales que mantienen cautivos a todos los ciudadanos. © www.economiaparatodos.com.ar



Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.




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