Hace algunas semanas, en plena sesión del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas con relación a las Islas Malvinas, un kelper acusó inéditamente a nuestro canciller de prohijar una política exterior “bully”, esto es intimidatoria, amenazante, propia de un “matón” o “patotero”. Después de ese triste episodio vinieron otras acusaciones, del mismo corte, la última de las cuales nos llegó a través de los medios uruguayos como consecuencia de los desplantes recibidos por los orientales por parte del mismo funcionario, para quien aquello de “lo cortés no quita lo valiente” pareciera no existir.
Como nuestro canciller, pese a sus “aires”, increíblemente no domina el idioma de Shakespeare según dan cuentan las crónicas de lo ocurrido en Nueva York, le costó un buen rato poder entender que es lo que, efectivamente, le estaban diciendo.
Con estas líneas trataré de ayudarlo, aunque -claro está- ese “estilo” no parecería ser exclusivo del circunstancial titular del Palacio San Martín, sino que parece haberse apoderado de muchos hombres y mujeres por igual, en lo más alto del poder, enquistándose allí. Lo que tiene a la ciudadanía atónita y desconcertada, porque se trata de un fenómeno no habitual, con muy pocos antecedentes modernos en nuestro sufrido medio, salvo que nos remontemos a la década de los 50, donde sí hay notorios precursores.
La mejor aproximación general a cómo son estos personajes (los llamados “bullies”) la trae Jay Carter, en su libro “Gente Desagradable” (“Nasty People”), cuando nos dice: “Los pequeños Hitlers están entre nosotros todos los días, atormentándonos con sus promesas, alegrándose de nuestra debilidad, exigiendo nuestra confianza, nuestros votos y nuestras vidas, mientras permanecen totalmente indiferentes a todo con excepción de su sed de poder”. Es así. Nos pasa a nosotros también, es obvio.
Intimidar, recordemos, es una conducta que apunta a infundir miedo o temor, como constante. Psicológicamente ella supone, en el actor, una actitud amenazadora que es generalmente expresión de una crueldad interior permanente que apunta deliberadamente a ejercer o a tratar de ganar poder sobre otra persona. Esta es una conducta lamentable cuyos actores, en general, son personas que no toleran las diferencias, desde que se sienten “magníficos” o “dueños de la verdad”, superiores a los demás.
Los personajes “patoteros” saben cómo humillar, exagerando nuestras debilidades y usándolas para tratar de avergonzarnos con ellas. Lo mismo tratan de hacer con nuestros defectos. Con frecuencia son afectos a mostrarse públicamente como “duros”, “inflexibles”, o hasta “inconmovibles”.
Para quienes resultan ser “blancos” de esta fea conducta, su situación supone tener que enfrentar alternativamente sensaciones de miedo, de vergüenza, de vulnerabilidad, de disminución y hasta de debilitada autoestima.
Esto es lo que nos dicen los especialistas en estas conductas, como Jane Middelton-Moz y Mary Lee Zawadski, en su obra “Patoteros” (“Bullies”), publicada en 2002.
Estas tristes sensaciones, cuando devienen frecuentes, llenan a sus circunstanciales víctimas de comprensible ansiedad, que en ocasiones conduce hasta a estados depresivos.
La actitud “patotera”, cabe destacar, no es una conducta casual. Es intencional y repetida. Es, asimismo, dañina, degradante, ridiculizante, y, peor, casi siempre constante.
Cuando ella contagia a todo un grupo, esta actitud es aún más peligrosa. En este caso, en inglés se la denomina “mobbing”, o sea la conducta propia de las “turbas”. Ella es ciertamente lo contrario de lo civilizado y por ello, con el tiempo, produce un rechazo generalizado, al que el temor suele postergar aunque solo por un rato.
Lo importante frente a lo que pareciera nos ocurre a todos es comprender que los “patoteros” no se detienen sin que sean enfrentados. Rara vez cambian. Porque, en rigor, necesitan de sus “víctimas”. Por esto, librados a su voluntad, tan solo empeoran. Enfrentarlos, sin embargo, requiere coraje.
Cuando sus actores están en el poder, el fenómeno tiene características propias. Porque los recursos que magnifican la actitud y capacidad de daño del “patotero” lo protegen y apoyan, o hasta lo estimulan.
Cabe señalar también que los “provocadores” o “patoteros” normalmente temen el tener que enfrentar alguna vez a sus propias inseguridades y, más aún, el tener que responder, de pronto, por sus conductas.
Muchas veces usan la información de la que disponen para tratar de manipular a todos, demonizando e insultando casi sin límites.
Lo grave es que si no se los detiene, sus conductas se agravan y, de alguna manera, hasta se “refinan”. Basta recordar cómo Hitler fue capaz de convencer a sus muchos seguidores de que los judíos eran los “responsables de la declinación económica de los alemanes”. De allí a su desalmada masacre genocida fue -desgraciadamente- sólo una cuestión de tiempo.
Para sus víctimas, no detenerse a enfrentar a los “patoteros” es aumentar paulatinamente la sensación de dependencia de sus conductas y el malestar espiritual permanente que inevitablemente sienten, estado que, con el tiempo, deviene inaceptable. © www.economiaparatodos.com.ar
Emilio Cárdenas es ex Representante Permanente de la Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas. |