Luego de las elecciones del 23 de octubre, el presidente concedió un solo reportaje. Fue a Joaquín Morales Solá, que lo transformó en su comentario político de La Nación del domingo último.
Allí, Kirchner dijo que su norte es ser España, que busca que el país se parezca a la Madre Patria.
El fenómeno español, tan citado en los comentarios argentinos cuando se trata de encontrar un camino para imitar, tiene 30 años de antigüedad. Hace tres décadas, el nivel de vida de los españoles estaba por debajo de los argentinos. Cuarenta años de aislamiento habían llevado al país a alejarse de Europa y a ser considerado una extensión de África en el viejo continente.
¿Qué hicieron los sucesivos gobiernos democráticos que siguieron a Franco? Muy sencillo: gobernaron.
La función del gobierno es muy específica. Consiste en establecer metas de largo plazo, en conseguir consenso para que algunas de ellas se transformen en políticas de Estado inmodificables por los resultados electorales y en diseñar una relación tal con la oposición que permita que, aun sus desaciertos, sean funcionales a la obtención de los resultados.
Estas tres características definen al gobierno. Un conjunto de políticos que gane unas elecciones y se instale en el poder pero no siga estos patrones, será otra cosa pero no un gobierno.
La concepción histórica del peronismo, por su nacimiento y génesis, no le ha reportado a la Argentina un solo gobierno. Le ha otorgado poder al conjunto de personas que, combinando con sagacidad las piezas adecuadas en el momento preciso, lograron apoderarse del aparato del Estado. Pero el país no fue gobernado.
El peronismo es explicable, en gran medida, como una lógica intrínseca de la busca del poder. No importa lo que se haga con ese poder en términos de progreso y desarrollo del país. Lo que le interesa al peronismo es detentar el poder.
Las luchas internas en ese movimiento, que muchas veces adquieren ribetes parecidos a las batallas entre las familias de la mafia, se explican porque el que se adueña del poder, se adueña de todo, y el que lo pierde solo puede aspirar al ostracismo.
Esta confusión astronómica entre gobierno y poder le ha generado al país un enorme retraso, pérdida de vidas y un precio en nivel de vida y desarrollo que todavía resulta difícil saber si será superado.
Si el presidente Kirchner identifica a España como la meta a conseguir deberá impulsar una revolución original e inédita en el peronismo. Por empezar, deberá entender que su poder es temporal y limitado. Algunas declaraciones de su esposa Cristina luego del resultado electoral parecen ir en esa dirección. Dijo la senadora electa por Buenos Aires que “la victoria es siempre temporal y nadie es eterno”. Un buen espejo para confirmar esta presunción es el lugar que ocupan hoy, en la consideración social, presidentes que, en su momento, fueron “Gardel”. Alfonsín, Menem y hasta De la Rúa, parecían dioses intocables. Hoy, no pueden salir a la calle. La borrachera que produce el poder, cuando se lo detenta por sí mismo y no como una herramienta temporaria para gobernar, es tal que impide ver las consecuencias que se deben absorber cuando se lo pierde.
El éxito electoral del peronismo hizo que los demás lo imitaran. Toda la política argentina se convirtió en una maquinaria para ganar el poder y detentarlo, sin importar para qué. La política dejó de ser una herramienta para acordar metas y ejecutar acciones que desarrollen el país y mejoren el nivel de vida de la gente para pasar a ser una actividad de camorreros discutiendo territorios y porciones de poder.
Si es sincero y el presidente ha decidido terminar con esto para delinear un futuro español para la Argentina, deberá gobernar. Para gobernar deberá establecer metas y, para lograrlas, deberá diseñar acciones compatibles con su logro. Las metas de un gobierno republicano son de corto, mediano y largo plazo. En el corto plazo, el gobierno debe administrar el funcionamiento del Estado según las reglas de la sana economía. En el mediano plazo, puede delinear perfiles que caractericen el sesgo propio con el que ganó las elecciones. En el mundo hay, clásicamente, dos sesgos. Uno tiende a la creación de riqueza y a la inversión, el otro tiende a la distribución y a la igualdad social. Con todo el derecho que le da el favor popular, un gobierno puede establecer metas y medidas de mediano plazo que, hacia el fin de su mandato, satisfagan su sesgo y sus promesas electorales. Pero el compromiso mayor de un gobierno republicano con el país es establecer desafíos de largo plazo, que excedan los tiempos electorales y los mandatos presidenciales, y que le signifiquen al país un norte seguro, gane quien gane las contiendas por el poder.
Para ello, el presidente deberá tender puentes civilizados con los que no piensan como él, con los que tienen sesgos diferentes y hasta opuestos a los suyos. Eso es gobernar.
Cuando la Argentina pueda asistir a este espectáculo se estará sentando en el tren del desarrollo. Cuando los políticos del peronismo (y de todos los demás partidos que desgraciadamente lo han imitado) entiendan que deben gobernar y no sólo detentar el poder, cuando los dichos de Cristina sean palabras sinceras y no discursos, entonces tendremos una oportunidad.
Una vez, Ortega y Gasset definió a los argentinos como un particular tipo humano que disfruta en su mente de los placeres de la gloria que imagina, aun antes de empezar a trabajar para conseguirla. No llegaremos a ser España por imaginarlo, decirlo y empezar a disfrutarlo en nuestra mente.
Para serlo necesitamos entender que precisamos un gobierno y no gente con poder. © www.economiaparatodos.com.ar |