Las espasmódicas e inquietantes medidas de política agropecuaria que el gobierno de Néstor Kirchner está adoptando se asemejan a aquel personaje extravagante que, subido con un serrucho a un frondoso árbol, comienza a aserrar la rama donde está sentado envalentonándose a sí mismo a medida que la corta.
Mientras la hendidura provocada por la sierra no sea profunda, el individuo podrá continuar la tarea sin darse cuenta de su torpeza. Pero cualquier observador inteligente comprenderá que si persiste en este insensato comportamiento irremediablemente se va a estrellar en el suelo con riesgo de perder la vida.
Así son las acciones que está desplegando el Poder Ejecutivo en el ataque sistemático a una institución fundamentalísima de la economía: el mercado.
Posiblemente, sus integrantes, imbuidos de una utopía setentista, creerán que la economía puede ser dominada por la política y conciben todo lo que pasa como una cuestión de poder. “¡Vamos a ver quién puede más!” parece ser el santo y seña de esta embestida.
Sin embargo, ignoran que la dirección del proceso económico sólo puede hacerse de dos maneras: a través del mercado o por la regimentación política. El primer sistema se dirige mediante un orden espontáneo basado en el mercado y el sistema de precios libres, mientras que el segundo está a cargo de una planificación centralizada basada en la voz del amo.
El sistema de mercado es infinitamente superior a la regimentación política porque ésta debe imponerse con presiones, aprietes, amenazas, escraches y órdenes telefónicas intimidatorias. Y aquél es superior precisamente porque no requiere un acuerdo previo sobre los fines que deben alcanzarse.
El mercado comprende a todos
A diferencia de la voz del amo, el mercado permite convivir pacíficamente y para mutuo beneficio a personas con objetivos muy diferentes, porque al servir sus propios intereses cada uno favorece las aspiraciones de otros con intereses distintos o contrarios.
En este sentido, es famosa la observación de Adam Smith cuando descubre que los seres humanos pueden derivar grandes beneficios económicos cooperando con personas que no están movidas por sentimientos de solidaridad, sino por perseguir su propio interés individual.
Así lo explica: “No esperamos comer, ni beber o vestirnos por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del tendero, sino por su interés en vendernos lo que estamos necesitando”.
A diferencia de ello, cuando la voz del amo presidencial pretende sustituir el mercado, comienza a tropezar con dificultades insalvables: tiene que establecer objetivos, debe proponerse un único criterio de preferencia y necesita establecer metas políticas que favorezcan a las bases electorales que lo apoyan. Entonces pierde el enorme beneficio que brinda el mercado, por el cual hombres con objetivos disímiles y valores contradictorios puedan convivir y ayudarse mutuamente aunque no se pongan de acuerdo en lo tocante a los fines últimos.
El mercado los comprende a todos: ganaderos y frigoríficos, matarifes y consignatarios, distribuidores y carniceros, supermercados y clientes, exportadores y usuarios, liberales y socialistas, musulmanes y judíos, cristianos y agnósticos.
Todos ellos ven en el mercado la posibilidad de sacar ventajas cuando intercambian cosas, por tener un exceso de algo que los demás necesitan o porque personas diferentes utilizan las mismas cosas de manera distinta.
En el mercado, cuanto mayor sea la diferencia de necesidades y fines, tanto más se benefician quienes participan de él con las transacciones que produce el intercambio. Pero esta institución social queda alterada cuando interviene la voz del amo presidencial que pretende de manera prepotente sustituir las preferencias de muchos individuos por su decisión personal. La gran fuerza moral del mercado consiste en permitir que millones de individuos desconocidos y que habitan en lugares remotos cooperen voluntariamente entre sí aun cuando no participen de la misma ideología y puedan convertirse en interlocutores aquellos que, de otra manera, hubiesen sido enemigos en la disputa por los mismos objetos.
El mercado ayuda a los simples de espíritu
Sólo el mercado facilita esa integración humana que enlaza a pequeños ganaderos de la cuenca del Salado y frigoríficos exportadores con las necesidades que plantean las cadenas de restaurantes en Alemania, Francia, Japón o las Islas Canarias.
Los impulsos de unos y otros sólo pueden ser transmitidos a través de las sutiles mallas que crea el mercado después de años de perfeccionamiento institucional.
Cuando el gobierno interviene, destruye este tejido inconsútil impidiendo que millones de fines particulares puedan conciliarse fácilmente sin contar con un plan ganadero ni una dirección política dominante.
El mercado no es un juego como la perinola, donde muchos ponen y algunos ganan. Es una compleja red de comunicaciones que permite participar en el juego a personas eruditas y a individuos simples de espíritu.
Para operar solamente son necesarias unas pocas reglas prácticas: 1°. saber sumar y restar, multiplicar y dividir, 2°. comprender que el precio de lo que cada uno vende tiene que ser superior al costo de producirlo, y 3°. saber que frente a ofertas alternativas debe escogerse la que suponga la mayor calidad con el mínimo costo.
Si las personas consiguen precios altos para vender y precios bajos para comprar, habrán descubierto, sin saberlo, la firmeza con que otros desean sus productos y las oportunidades que pueden aprovecharse.
El sistema de precios libres transmite la información más compleja que pueda concebirse, de manera simple y sencilla. No importa que quienes operen en el mercado ignoren las causas, sólo importa que apliquen las reglas antes mencionadas.
Cuando un mercado funciona bien ocurre algo “prodigioso”, que verdaderamente es un don divino. Se trata de un mecanismo cibernético, que no exige órdenes ni decretos de necesidad y urgencia. Es un aparato de comunicación y control tan preciso que dirige a millones de productos hacia la mejor utilización posible por personas que los necesiten.
El mercado obra como una gigantesca computadora que estuviese calculando todas las mezclas posibles de millones de seres humanos en millones de productos y circunstancias distintas, estableciendo los tipos de sustitución que pueden darse, con el simple requisito de que quienes ofrecen y demandan tengan la información sintética de los precios relativos.
La función del gobierno no consiste en interferir brutalmente en el mercado: prohibiendo exportaciones, prorrogando retenciones lácteas, manipulando la demanda o intentando reemplazarla con artificios mal diseñados. Si lo hace, destruye esta sutil institución que permite que los simples de espíritu y aquellos que no tienen instrucción superior puedan ganarse la vida ofreciendo lo que han producido.
El respeto a las instituciones
La obligación de cualquier gobierno inteligente y el principal capítulo de un buen plan ganadero es decirnos cómo asegurar que el mercado cumpla de la mejor manera posible sus funciones, cómo puede funcionar más acertadamente, cómo impedir el fraude, el engaño y la coacción para manipular la oferta o la demanda y cómo eliminar las trabas administrativas y los obstáculos legales que impiden utilizar esta maravillosa institución que ningún ser humano creó y que es el resultado de la sociabilidad que el Creador ha colocado en el alma de todos los seres humanos para que puedan progresar ayudándose mutuamente e intercambiando cosas entre ellos.
De algo podemos estar seguros: hace miles y miles de años, antes de que apareciera el capitalismo industrial, antes de que surgiera la utopía socialista, antes de que irrumpiera el parlanchín dirigente bolivariano de Venezuela, antes de que el tirano del Caribe oprimiera a su pueblo prohibiendo la producción privada de bienes, antes de esos desatinos, las caravanas de camellos que iban y venían de Oriente a Occidente se encontraban en lugares determinados para intercambiar productos libremente.
Los intentos de cualquier gobierno –conservador o progresista– que intente reemplazar el mercado por la voz del amo presidencial, con la prepotencia política de quien ocupa circunstancialmente el poder, no podrán prosperar y terminarán derrumbándose como un castillo de arena.
Pero si insisten en intervenir el mercado, seguirán comportándose como el extravagante personaje que está serruchando la rama donde está sentado hasta que su propio peso le haga caer en el vacío. © www.economiaparatodos.com.ar
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |