Mi colega y amigo columnista de La Tercera César Barros sugirió en su columna del sábado 3 de abril (“Cada minuto nace un idiota…”) que Argentina una vez más se la llevará gratis al romper el compromiso de venta de gas natural a Chile. Así como se llevó gratis el declarar nulo el laudo arbritral por las islas del Beagle o los otros múltiples rompimientos de contratos a lo largo de su historia reciente (y la no tan reciente también).
Tiendo a discrepar. Creo que la razón fundamental por la cual Argentina tiene hoy un PGB per cápita inferior al de Chile, por primera vez en más de 150 años, es justamente su permanente, viciosa y populista costumbre de no respetar los contratos. Tanto los internos como los internacionales. Hubo una época entre 1860 y 1914 en que Argentina fue uno de los países de mayor crecimiento mundial. Al final de dicho período, nuestro vecino era uno de los países más ricos del mundo y millones de inmigrantes europeos llegaban a sus costas en búsqueda de esa prosperidad. Buenos Aires, con un crecimiento promedio anual de 6,5% entre 1869 y 1914, era la segunda ciudad más poblada del Atlántico después de Nueva York. Hacia 1911, su comercio exterior per cápita era seis veces superior al del promedio latinoamericano, superaba en cantidad al canadiense y equivalía a un cuarto del de Estados Unidos. Argentina representaba más del 12% del total de las inversiones internacionales de Inglaterra (la primera potencia mundial en ese entonces). Entre 1865 y 1914, Argentina construyó 38.000 km de vías férreas, su superficie sembrada pasó de 0,5 millones de hectáreas a 25 millones y sus exportaciones totales se multiplicaron por seis. La población del país pasó de 1,7 millón a 11 millones.
El país se regía por la Constitución de 1860, inspirada en los principios económicos liberales de Adam Smith, la que en su artículo 17 establecía la inviolabilidad del derecho de propiedad, incluso de manera más fuerte que la Constitución de Estados Unidos. Por décadas, la Corte Suprema de Argentina confirmó lo anterior y limitó fuertemente la capacidad del Estado de intervenir en la economía. Derechos de propiedad bien establecidos y resguardados, una economía abierta al mundo y a la inmigración y contratos que las cortes hacían cumplir, catapultaron a la Argentina desde un suave sopor postcolonial a mediados del siglo XIX, a un estatus de potencia mundial agroindustrial, totalmente globalizada e integrada a las mayores potencias de entonces. Lamentablemente, al igual que muchos países, Argentina sucumbió bajo el embate de los tres jinetes del Apocalipsis de inicios del siglo XX: las dos guerras mundiales y la primera depresión del mundo capitalista. Sus elites perdieron la fe en el estado de derecho, en la integración con el mundo como herramienta de prosperidad y, en definitiva, se embarcaron, especialmente a partir de la presidencia de Perón, en una aventura populista en donde los principios de la sana economía se subordinaban a los intereses políticos. La economía se hiperpolitizó.
El objetivo central del peronismo fue la redistribución de la riqueza. Los precios ya no eran un mecanismo para informar sobre las escaseces relativas de la economía y asignar eficientemente los abundantes recursos del país, sino más bien instrumentos para redistribuir la riqueza. Perón soñaba con una Argentina autárquica, desintegrada al mundo, en donde los sindicatos operaran como una herramienta corporativista controlada por el Estado y funcional a los intereses de una nueva elite. Argentina nacionalizó gran parte de las empresas controladas por capitales ingleses y creó una serie de empresas estatales orientadas a engrandecer los sueños de Perón. El Estado pasó a controlar y regular el crédito, el comercio exterior, los salarios y a microrregular decenas de industrias con normas que cada vez más eran orientadas por grupos de presión. Los sueldos pasaron de representar un 37% del producto a cerca de un 44%. Siete puntos de PGB que se restaron probablemente a la inversión. En pocos años, Argentina se farreó las cuantiosas reservas en oro acumuladas durante la Segunda Guerra Mundial y antes. El Estado argentino pasó entonces a financiar las prebendas de estos nuevos \»clientes\» con emisión monetaria, iniciando así el triste historial hiperinflacionario que la caracteriza.
De ser una potencia mundial con alto crecimiento, Argentina, de la mano del estatismo-clientelista peronista, pasó a ser probablemente el primer país en vías de subdesarrollo. La tragedia aún continúa hoy con la pesificación, el no pago de la deuda externa, las restricciones e impuestos a las exportaciones de gas e hidrocarburos, el garrotazo a los ahorrantes en los bancos y AFJPs, en fin, con la precaria existencia del derecho de propiedad y los contratos. La elite política creada por Perón sigue, cual sanguijuela, succionando las energías vitales de uno de los países más ricos de América. El almuerzo populista no les ha salido gratis a los descamisados que cada vez son más. En los últimos cinco años el producto nacional argentino ha caído un 8% (Chile aumentó en 16%). Lamentablemente, para Chile esto tampoco es gratis, tener un vecino en decadencia económica permanente, gobernado por personas que no quieren entender cómo funciona el mundo moderno, nos significará desafíos geopolíticos insospechados. Preparémosnos.
El presente artículo fue publicado en el diario La Tercera, de Chile, el sábado 10 de abril de 2004. |