En la nota anterior, escribía sobre la facilidad que tenemos los argentinos para confundir “calidad” con “cantidad” en el ámbito educativo y pensar que con mayor “cantidad” automáticamente se genera mayor “calidad”.
Que alguien ha sido educado con “cantidad” es fácilmente evaluable: basta con recabar información sobre cuántas horas de clase recibió, cuántos libros leyó, cuántos años pasó en la educación formal, etcétera.
Sin embargo, esta medida de tan fácil obtención suele tener poco que ver con la calidad de la educación recibida. Esta calidad puede estudiarse desde dos aspectos: el del emisor de la educación formal (docente, escuela, colegio, universidad) y desde el receptor, es decir el alumno. Solo la combinación de ambos factores –emisor y receptor– asegura que se dé un proceso educativo de elevada calidad.
Desde el alumno el tema es sencillo: el alumno que se preocupa por lo académico, que pone su voluntad para aprender, que cumple con sus tareas, que es intelectualmente inquieto, que busca comprender la realidad, que no pretende “zafar” sino saber y obtener una buena calificación, desde luego que aprovechará mejor cualquier tipo de educación que se le brinde, sea ésta de calidad o no. Y además se genera una suerte de círculo virtuoso: cuanto alguien más sabe, es decir tiene una estructura de conocimientos más amplia, más le gusta saber y menos le cuesta aprender, la espiral ascendente hace que este tipo de alumnos cada vez sea mejor con menor esfuerzo.
Pero, lamentablemente, alumnos como los arriba descriptos no hay muchos. Siendo generosos digamos que no superan el 20% de la población escolar. ¡Qué fácil y agradable tarea tendríamos los docentes si el 80% de los alumnos presentaran este perfil al entrar en el sistema formal, fuera el nivel que fuese!
Como esto no se da en la realidad (y no se dio nunca), quienes deben garantizar la calidad de la educación son los docentes, las escuelas, los colegios y las universidades.
El docente que brinda una educación de calidad es un apasionado de su materia, se perfecciona continuamente, le encanta estar al frente de sus alumnos, le gusta que sus alumnos cuestionen, en los niveles más altos investiga con ellos, les transmite sus dudas, sus preocupaciones académicas. No quiere que sus alumnos repitan como loros lo que les dice sino que busca que “recreen” el conocimiento que les pone a la mano. Evalúa a sus alumnos conforme a lo que les brinda. Trata de ser justo y reconoce cuando se equivoca (¿o es que los docentes no nos equivocamos nunca?). Los alumnos no salen indiferentes de sus clases: en todas aprenden algo, pero fundamentalmente aprenden actitudes, sean estas volitivas o intelectuales. Se sienten respetados, y por eso respetan. Se sienten escuchados, y por eso escuchan. Se pueden equivocar sabiendo que es parte del proceso de aprendizaje. Sienten que aprenden aunque no vean la utilidad de ese conocimiento en ese momento. Sienten que crecen como personas. Sienten que cada vez saben más. Se sienten satisfechos por aprender.
Si hacemos memoria probablemente comprobemos que recordamos muy pocas cosas de las que teóricamente nos enseñó aquel o aquella profesora que recordamos con respeto y cariño. Y es precisamente porque lo que realmente nos enseñó no fue “la materia que dictaba”, sino lo que hacía y cómo lo hacía.
Cuando en una escuela, un colegio o una universidad coincide una cantidad razonable de docentes de este estilo, esa institución brinda una educación de calidad.
Conseguir este tipo de docentes no es fácil. Quizá debería ser un requisito para ingresar a la carrera docente. Quizá la manera de generar una educación de calidad es poniendo a los docentes de calidad para enseñar en los profesorados: por algún lado hay que empezar. © www.economiaparatodos.com.ar
Federico Johansen es docente, director general del Colegio Los Robles Pilar y profesor de Política Educativa en la Escuela de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la UCA (Universidad Católica Argentina). |