En los últimos tiempos, más de un chileno se ha sentido seguramente desilusionado cuando, de repente e inesperadamente, la imagen de alguno de sus ídolos se derritió, como por arte de magia. Cualquiera fuere su afiliación política.
Primero le tocó a las fuerzas chilenas de centro que presumiblemente fueron sorprendidas ante la comprobación de que el general Augusto Pinochet –el padre de la milagrosa transformación de Chile en un país moderno, abierto y en fuerte crecimiento– es titular de algunas sumas de dinero depositadas en diversas cuentas en bancos del exterior que no fueron declaradas a los efectos tributarios y que, peor aún, habrían sido alimentadas por fondos que el líder militar chileno probablemente nunca debió haber recibido. El impacto de estas revelaciones sobre muchos debe de haber sido grande, porque lo que se ha desdibujado es la imagen de un hombre duro y quizás equivocado en muchas cosas, pero sustancialmente honesto. Nada de eso será fácil de sostener, de ahora en más.
Ahora le toca el turno de caer a otra figura notoria de la historia reciente de Chile. A todo un ícono de los socialistas. A un ídolo de la izquierda chilena y de la región, que se suicidara en 1973. A Salvador Allende, nada menos.
A juzgar por la información publicada en el diario italiano Corriere della Sera del 4 de mayo pasado, en una nota que suscribe Rocco Cotroneo, hay un libro nuevo que está causando furor en Chile y más allá, porque asegura que Allende “de joven era un médico racista y antisemita, particularmente atraído por las ideas más locas del nazismo”.
Se trata del que ha escrito Víctor Farías, editado por una pequeña firma, la Editorial Maye. En él se da cuenta de dos documentos en los cuales Allende habría evidenciado su perfil antisemita.
El primero es su tesis, escrita cuando tenía apenas 25 años, en 1933. En ella, con el título más que sugestivo de “Higiene Mental y Delincuencia”, Allenda aboga a favor de la esterilización de los enfermos mentales, fustiga duramente a los homosexuales y se refiere a los judíos como “caracterizados por determinadas formas de delitos entre los cuales están la mentira, la calumnia y sobre todo la usura”. Tremendo, ciertamente, a pesar de la época en la que se escribió.
El segundo es un proyecto de ley que presentara a los 29 años, cuando Allende, de larguísima vida política, era ministro de Salud de su país, en 1939, en tiempos de una coalición de izquierda. En él se habla abiertamente “en defensa de la esterilización forzada en defensa de la raza, con una propuesta de creación de un tribunal para controlarla, cuyas decisiones –propuso– habrían de ser inapelables”.
Es cierto que en la etapa posterior de su vida la conducta de Allende no refleja, para nada, el tipo de repugnante ideología que parece subyacer en los documentos antes referidos. También es verdad que todos cambiamos a lo largo de la vida. Pero hay pecados y pecados.
No obstante, lo cierto es que una figura del porte de la de Simon Wiesenthal, seguramente en conocimiento de estos dos tan macabros como aberrantes antecedentes, aparentemente nunca pudo terminar de confiar en Salvador Allende. Particularmente en los difíciles tiempos en los que estaba reclamando –sin éxito– la extradición de quien fuera nada menos que el inventor de las infames “cámaras de gas”: Walter Rauff, sujeto que después de la Segunda Guerra Mundial había decidido radicarse en Chile, seguramente para alejarse de sus responsabilidades o para tratar de eludirlas. Aunque cabe pensar que nunca pudo adormecer una conciencia que debió de atormentarlo.
Ídolos de pies de barro, entonces. Por todas partes. O quizás, más bien, algunos seres humanos cuyas apariencias desgraciadamente no siempre responden a la realidad. © www.economiaparatodos.com.ar
Emilio Cárdenas es ex Representante Permanente de la Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas. |