Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Scroll to top

Top

jueves 26 de noviembre de 2009

Cualquier parecido entre Juan, José y Marath es pura coincidencia

La aprobación de la ley de extracción compulsiva de sangre puede llevar a los mayores atropellos por parte del Estado.

Año 2010. Juan vive en Buenos Aires. Se casó hace cinco años y tiene dos chicos. Hasta su boda con María vivió con sus padres plácidamente. Un día Juan recibe un emplazamiento para presentarse a confirmar su identidad: ha sido “acusado” de ser hijo de desaparecidos y de que sus “padres” resultaron ser apropiadores. Sus padres no eran militares de modo que en un primer momento asume la novedad como un error.

Se presenta para terminar con la confusión, pero lejos de resolver su problema, le confirman que no hay error y que deberá someterse a una extracción de sangre la semana entrante, en un hospital público.

Llama a sus padres y a su esposa y les dice que quiere verlos a todos juntos para contarles algo. A su mujer le dice que lleve a los chicos a la casa de los abuelos maternos por un par de horas. En la charla Juan cuenta lo que está pasando. Su mujer se espanta y sus padres lloran. Le dicen que por supuesto él es su hijo y que todo es un error. Juan les cree y toma una decisión: no está dispuesto a poner su pasado bajo controversia. Él es él. Eso es lo que cuenta. Sus padres son ese hombre y esa mujer que están allí, partidos al medio. Su esposa es esa mujer que le toma la mano con firmeza.

Llama a un amigo abogado y le cuenta lo ocurrido y lo instruye para que prepare un escrito notificando su decisión de no presentarse a la extracción de sangre. Le pide a su amigo que incluya el siguiente razonamiento: 1.- el principal interesado en tener en claro su identidad es él mismo; 2.- que él tiene en claro su identidad; 3.- que, como tal, no está interesado en someterse a ninguna prueba que perturbe la paz y la tranquilidad de su familia porque él está bien como está y que no está entre sus aspiraciones controvertir su origen; 4.- que por encima de su propio interés a saber quién es no reconoce ningún interés superior; 5.- que sobre la integridad de su cuerpo solo él es soberano; 6.- que no tiene ningún interés en someter a su familia a una tortura moral gratuita que si no le importa a él no hay ningún motivo para que le importe a otro.

El abogado prepara el escrito y lo presenta. A los diez días, Juan recibe otra notificación que decía: 1.- El principal interesado en su identidad no era él sino el Estado; 2.- que el Estado no tenía en claro su identidad; 3.- que la tranquilidad de su familia no puede perturbar al Estado; 4.- que no hay ningún interés individual por encima del interés del Estado; 5.- que la soberanía sobre la integridad de su cuerpo la tenía el Estado; 6.- que los intereses de su familia deben supeditarse a los intereses del Estado.

En función de todo eso, el Estado dispone emplazarlo para que en el plazo de tres días se presente en el hospital público más cercano a su domicilio para someterse a una extracción de sangre. Si no lo hace, será llevado por la fuerza pública.

Juan no se presenta. Al cuarto día un grupo de policías llama a su casa buscándolo. Juan los atiende por el portero eléctrico pero les dice que su domicilio es privado y que no piensa abrirles la puerta. Sus hijos, entre llantos, le preguntan qué está pasando. Al cabo de unos minutos suena el timbre de su departamento. Juan ve por la mirilla un grupo de policías fuertemente armados. Les dice a través de la puerta que se vayan, que no va a abrirles… Del otro lado de la puerta se escucha una voz de mando y luego un ruido seco e interminable que estalla en el medio del living de la casa de Juan. Una hoja de hacha había partido la puerta al medio. Luego, sobre ese corte abismal, una especie de cilindro macizo abre un enorme boquete. Los policías con escopetas y cascos que le tapan la cara entran como borbotones a la casa de Juan. María apenas atinó a guarecer a sus dos hijos, mientras estos estallaban en sonidos ininteligibles que se unían al griterío que provenía del resto del edificio. Dos policías se abalanzaron sobre Juan, antes de que éste pudiera moverse. Lo esposaron con las manos por detrás de la espalda y, como no paraba de insultar y gritar, le aplicaron una tela adhesiva plástica sobre la boca a modo de mordaza. Para contrarrestar las patadas le ataron las piernas. Lo sacaron del edificio con medio barrio ya amontonado en la puerta. Lo cargaron en un celular y se lo llevaron con una cadena de motos y autos policiales que lo seguían. Entraron al hospital por un portón especial para evitar el contacto con el público cotidiano. Lo sacaron entre dos policías que lo cargaban por los hombros y por las piernas. Llagaron a una sala. Abrieron las esposas y ataron a Juan a una camilla. Mantuvieron las amarras de las piernas y la mordaza. Enseguida entró un enfermero con una jeringa. Los policías le rompieron la camisa para evitar tener que desatarlo y el enfermero clavo la aguja en la vena de Juan. Extrajo una muestra de sangre y se fue sin pronunciar palabra. Terminado el trámite entró una persona que dijo ser un fiscal del Estado para notificarle el inicio de un proceso penal por atentado contra la autoridad y desconocimiento de un emplazamiento del Estado.

Año 1977. José vive en Buenos Aires. Se casó hace cinco años y tiene dos chicos. Hasta su boda con Elena vivió con sus padres plácidamente. Un día José recibe un emplazamiento para presentarse a la Unidad Militar de Campo de Mayo: ha sido “acusado” de tener actividades e ideas revolucionarias.

Se presenta para terminar con la confusión. Pero lejos de resolver su problema, le confirman que no hay error y que deberá someterse a un interrogatorio a la semana siguiente. Que por su bien es mejor que se presente voluntariamente.

Llama a sus padres y a su esposa y les dice que quiere verlos a todos juntos para contarles algo. A su mujer le dice que lleve a los chicos a la casa de los abuelos maternos por un par de horas. En la charla José cuenta lo que está pasando. Su mujer se espanta y sus padres lloran. José les asegura que no ha participado en nada extraño y que las ideas que profesaba ellos siempre las habían conocido. Llama a un amigo abogado y le cuenta lo ocurrido y lo instruye para que prepare un escrito notificando su decisión de no presentarse al interrogatorio. Le pide a su amigo que incluya el siguiente razonamiento: 1.- que sus ideas son suyas; 2.- que no ha participado en actividades “revolucionarias”; 3.- que, como tal, no está interesado en someterse a ningún interrogatorio que perturbe la paz y la tranquilidad de su familia porque él está bien como está y que no está entre sus aspiraciones controvertir sus ideas; 4.- que por encima de su propia manera de pensar no reconoce ningún interés superior; 5.- que sobre la integridad de sus ideas solo él es soberano; 6.- que no tiene ningún interés en someter a su familia a una tortura moral gratuita que si no le importa a ellos no hay ningún motivo para que le importe a otro.

El abogado prepara el escrito y lo presenta. A la semana José recibe otra notificación que decía: 1.- que el principal interesado en sus ideas no era él sino el Estado; 2.- que el Estado quiere verificar sus ideas; 3.- que la tranquilidad de su familia no puede perturbar al Estado; 4.- que no hay ningún interés individual por encima del interés del Estado; 5.- que la soberanía sobre sus ideas la tenía el Estado; 6.- que los intereses de su familia deben supeditarse a los intereses del Estado. En función de todo eso, el Estado dispone emplazarlo para que en el plazo de tres días se presente a la Unidad Militar de Campo de Mayo para someterse a un interrogatorio. Si no lo hace será llevado por la fuerza pública. José no se presenta.

Al cuarto día un grupo de policías llama a su casa buscándolo. Jose los atiende por el portero eléctrico pero les dice que su domicilio es privado y que no piensa abrirles la puerta. Sus hijos, entre llantos, le preguntan qué está pasando. Al cabo de unos minutos suena el timbre de su departamento. José ve por la mirilla un grupo de policías fuertemente armados. Les dice a través de la puerta que se vayan, que no va a abrirles… Del otro lado de la puerta se escucha una voz de mando y luego un ruido seco e interminable que estalla en el medio del living de la casa de José. Una hoja de hacha había partido la puerta al medio. Luego, sobre ese corte abismal, una especie de cilindro macizo abre un enorme boquete. Los policías con escopetas y cascos que le tapan la cara entran como borbotones a la casa de José. Elena apenas atinó a guarecer a sus dos hijos, mientras estos estallaban en sonidos ininteligibles que se unían al griterío que provenía del resto del edificio. Dos policías se abalanzaron sobre José, antes de que éste pudiera moverse. Lo esposaron con las manos por detrás de la espalda y, como no paraba de insultar y gritar, le aplicaron una tela adhesiva plástica sobre la boca a modo de mordaza. Para contrarrestar las patadas le ataron las piernas.

Lo sacaron del edificio con medio barrio ya amontonado en la puerta. Lo cargaron en un celular y se lo llevaron con una cadena de motos y autos policiales que lo seguían. Entraron a Campo de Mayo por un portón especial para evitar el contacto con el público cotidiano. Lo sacaron entre dos policías que lo cargaban por los hombros y por las piernas. Llegaron a una sala. Abrieron las esposas y ataron a José a una camilla. Mantuvieron las amarras de las piernas y la mordaza. Enseguida entraron dos militares. Uno de ellos le arrancó la cinta adhesiva de la boca y comenzó a interrogarlo. Cuando José se negaba a responder se aplicaban algunos métodos alternativos hasta conseguir una respuesta. Cuando el interrogatorio terminó arrojaron a José al piso de una celda.

Año 1939. Marath vive en Berlín. Se casó hace cinco años y tiene dos chicos. Hasta su boda con Ingrid vivió con sus padres plácidamente. Un día Marath recibe un emplazamiento del Ministerio de la Pureza Racial del Tercer Reich para presentarse a confirmar su identidad: ha sido “acusado” de ser hijo de judíos. En un primer momento asume la novedad como un error.

Se presenta para terminar con la confusión, pero lejos de resolver su problema, le confirman que no hay error y que deberá someterse a una extracción de sangre la semana entrante, en un hospital público del Reich que funciona bajo la dirección general del Dr Mengele.

Llama a sus padres y a su esposa y les dice que quiere verlos a todos juntos para contarles algo. A su mujer le dice que lleve a los chicos a la casa de los abuelos maternos por un par de horas. En la charla Marath cuenta lo que está pasando. Su mujer se espanta y sus padres lloran. Le dicen que por supuesto él es su hijo y que ellos no son judíos. Marath les cree y toma una decisión: no está dispuesto a poner su pasado bajo controversia. Él es él. Eso es lo que cuenta. Sus padres son ese hombre y esa mujer que están allí, partidos al medio. Su esposa es esa mujer que le toma la mano con firmeza.

Llama a un amigo abogado y le cuenta lo ocurrido y lo instruye para que prepare un escrito notificando su decisión de no presentarse a la extracción de sangre. Le pide a su amigo que incluya el siguiente razonamiento: 1.- el principal interesado en tener en claro su identidad es él mismo; 2.- que él tiene en claro su identidad; 3.- que, como tal, no está interesado en someterse a ninguna prueba que perturbe la paz y la tranquilidad de su familia porque él está bien como está y que no está entre sus aspiraciones controvertir su origen; 4.- que por encima de su propio interés a saber quién es no reconoce ningún interés superior; 5.- que sobre la integridad de su cuerpo solo él es soberano; 6.- que no tiene ningún interés en someter a su familia a una tortura moral gratuita que si no le importa a él no hay ningún motivo para que le importe a otro.

El abogado prepara el escrito y lo presenta. A los diez días Marath recibe otra notificación del Reich que decía: 1.- que el principal interesado en su identidad no era él sino el Estado; 2.- que el Estado no tenía en claro su identidad; 3.- que la tranquilidad de su familia no puede perturbar al Estado; 4.- que no hay ningún interés individual por encima del interés del Estado; 5.- que la soberanía sobre la integridad de su cuerpo la tenía el Estado; 6.- que los intereses de su familia deben supeditarse a los intereses del Estado.En función de todo eso, el Estado dispone emplazarlo para que en el plazo de tres días se presente en el hospital público más cercano a su domicilio para someterse a una extracción de sangre. Si no lo hace será llevado por la fuerza pública.

Marath no se presenta. Al cuarto día un grupo de SS llama a su casa buscándolo. Marath los atiende por el portero eléctrico pero les dice que su domicilio es privado y que no piensa abrirles la puerta. Sus hijos, entre llantos, le preguntan qué está pasando. Al cabo de unos minutos suena el timbre de su departamento. Marath ve por la mirilla un grupo de SS fuertemente armados. Les dice a través de la puerta que se vayan, que no va a abrirles….Del otro lado de la puerta se escucha una voz de mando y luego un ruido seco e interminable que estalla en el medio del living de la casa de Marath. Una hoja de hacha había partido la puerta al medio. Luego, sobre ese corte abismal, una especie de cilindro macizo abre un enorme boquete. Los SS con escopetas y cascos que le tapan la cara entran como borbotones a la casa de Marath. Ingrid apenas atinó a guarecer a sus dos hijos, mientras estos estallaban en sonidos ininteligibles que se unían al griterío que provenía del resto del edificio. Dos SS se abalanzaron sobre Marath, antes de que éste pudiera moverse. Lo esposaron con las manos por detrás de la espalda y, como no paraba de insultar y gritar, le aplicaron una tela adhesiva plástica sobre la boca a modo de mordaza. Para contrarrestar las patadas, le ataron las piernas.

Lo sacaron del edificio con medio barrio ya amontonado en la puerta. Lo cargaron en un celular y se lo llevaron con una cadena de motos y autos de las SS que lo seguían. Entraron al hospital por un portón especial para evitar el contacto con el público cotidiano. Lo sacaron entre dos policías que lo cargaban por los hombros y por las piernas. Llagaron a una sala. Abrieron las esposas y ataron a Marath a una camilla. Mantuvieron las amarras de las piernas y la mordaza. Enseguida entró un enfermero, con brazalete del Reich, con una jeringa. Los SS le rompieron la camisa para evitar tener que desatarlo y el enfermero clavo la aguja en la vena de Marath. Extrajo una muestra de sangre y se fue sin pronunciar palabra. Terminado el trámite entró una persona con camisa parda y brazalete nazi que dijo ser un fiscal del Estado para notificarle el inicio de un proceso penal por atentado contra la autoridad y desconocimiento de un emplazamiento del Tercer Reich.

Los personajes de estos relatos son ficticios y las situaciones imaginarias. Cualquier parecido que los hechos tuvieran que ver con la realidad argentina después de aprobada la ley de extracción compulsiva de sangre es mera coincidencia. © www.economiaparatodos.com.ar

\"\"
Se autoriza la reproducción y difusión de todos los artículos siempre y cuando se cite la fuente de los mismos: Economía Para Todos (www.economiaparatodos.com.ar)