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jueves 7 de febrero de 2008

Democracias

La crisis de representación entre representantes y representados que vive la Argentina es resultado, entre otras causas, de la falta de acción, compromiso y responsabilidad de los ciudadanos.

Desde 1983, los argentinos nos venimos llenando la boca con la palabra “democracia”, creyendo que el poner un papel en una caja de cartón cada dos años es suficiente para que el país pueda decir que el pueblo se gobierna a sí mismo.

Sin embargo, los rudimentos más elementales de la democracia verdadera no existen en la Argentina. Ni hablar de los que definen a una república. La división de poderes, la supremacía de la ley, la publicidad de los actos de gobierno, la vigencia de los derechos individuales, las garantías constitucionales. Nada de eso existe. El Congreso es un sello de goma literal, la ley sólo se enarbola para defender delincuentes, qué se hace con el dinero de la sociedad es un misterio envuelto en reasignaciones inexplicadas y en fondos que jamás regresan, los derechos individuales han sido sepultados por la falta de seguridad física y por la confiscación fiscal inconstitucional que lleva 80 años de vigencia.

Pero, el último paso en el sentido de la degradación que hemos dado los argentinos tiene que ver no ya con el sofisticado nivel republicano al que un país moderno y civilizado debe aspirar, sino con el modesto y elemental sentido democrático que simplemente exige que los representantes representen a los representados. Incluso esta sencillez ha dejado de tener vigencia en la Argentina.

Aclaro, desde ya, que esa falta de representación no se refiere al modelo humano, de formas y de costumbres entre el actual gobierno y el núcleo central de la sociedad, porque allí sí, existe una coincidencia mayúscula: tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández comparten con el grueso de la sociedad unas maneras y unas formas que pertenecen a la misma raíz de prepotencia, mala educación y agresividad que hacen que unos sean el espejo de los otros.

A la falta de “representación” a la que me refiero aquí es aquella que exigen las formalidades democráticas de los países serios, esto es, que el proceso de selección de candidatos, el contacto de éstos con el pueblo y la explicitación detallada de lo que harán con el país constituya un procedimiento ineludible en el camino que instale a un conjunto de políticos en la administración del país.

La Argentina carece de todo esto. La actual presidenta llegó a su cargo sin haber atravesado ninguna selección interna de su partido, salvo el dedazo de su marido. El ex presidente Duhalde derogó la ley de internas obligatorias de los partidos (como parte de su plan para sepultar a Menem) en una movida sencillamente intolerable para una democracia de verdad. Es obvio que Kirchner jamás repuso el sistema. La actual presidenta jamás dio una conferencia de prensa, nunca asistió a un debate, no se le conoce un contacto espontáneo con el pueblo.

Esto no quiere decir que el pueblo, precisamente, vea esto como algo negativo. Y esto es, naturalmente, parte del problema. Parecería que a la mayoría le encanta desinteresarse del autogobierno y que disfruta dejándose llevar de las narices por el mandamás de turno o por el que éste haya designado.

Así nos encontramos frente a la paradoja que podríamos llamar “la antidemocrática democracia”, esto es un sistema que, por un lado, le da al pueblo lo que quiere (un caudillo y una casta que lo gobierne de la mano de un rebenque) y, por el otro, lo priva de asumir en sus propias manos su futuro, su destino y sus responsabilidades.

Cuando uno ve las extenuantes primarias norteamericanas, que lleva a los candidatos de una punta a la otra del país explicando, recontraexplicando, respondiendo, debatiendo, enfrentando la pregunta incómoda del granjero enfundado en su camisa a cuadros y su overall de trabajo; cuando ve a la gente común reunida en un colegio con sus anotadores, sus preguntas, sus inquietudes, sus exigencias y luego hablando entre ellos para tomar una decisión, para defender frente a sus pares las bondades de sus candidatos preferidos; cuando ve a los candidatos enfrentándose en debates sucesivos (los de ambos partidos llevan más de 15 cada uno hasta el momento) frente a audiencias tanto presentes como audiovisuales que les demandan explicaciones de qué y del cómo de cada cosa, entiende cuán lejos estamos de la verdadera democracia, de la que no sólo garantiza derechos sino de aquella que reclama acción, compromiso y responsabilidad.

La sociedad argentina parece haber hecho un pacto silencioso consigo misma: entrega la fortuna y los recursos del país a un puñado de oportunistas que entendiendo que la mayoría no quiere verse envuelta en las incomodidades del autogobierno, decide hacerse cargo de todo al precio de hacer como si todo el acervo público perteneciera a su dominio privado.

La sociedad banca con su esfuerzo los desvaríos de esta gente. Saca dinero de su bolsillo para fondear las arcas públicas pagando impuestos que la Constitución dice que no corresponden, calla cuando ninguna explicación se da acerca de que se hace con ese dinero, aguanta los atropellos de la delincuencia apañada desde el poder, piensa en cómo acercarse a ese poder para obtener ventajas en lugar de diseñar por sí misma procesos de innovación que le reporten una diferencia sustantiva en el nivel de vida y deambula por las ciudades y los pueblos, cada dos años, con papeletas en la mano tratando de saber cuál momento del día es el mejor para demorar menos tiempo en introducir la bendita boleta en las cajas de cartón.

Quizás el material del que están hechas las urnas argentinas sea todo un símbolo del material del que está hecha nuestra “democracia”. Ambas son de cartón: aparentan resistencia, pero su naturaleza es la fragilidad; ambas son efímeras y los embates del tiempo, en lugar de mejorarlas, las deforma y las percude.

La responsabilidad última de cambiar esta perspectiva recae en la sociedad. Solo el mejoramiento de la sociedad producirá una mejora de los gobernantes, solo la exigencia del pueblo redundará en políticos que deban responder a sus demandas. Mientras hipócritamente la sociedad encuentre más ventajas que perjuicios en su desentendimiento por la suerte d6*t5el conjunto, la Argentina deberá soportar a los saqueadores que, naturalmente, cobran su precio por hacerse cargo de todo. © www.economiaparatodos.com.ar

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