Hay entre los hombres (y mujeres) de la “nueva” y multiforme izquierda nacional -que se encolumna en torno a Néstor Kirchner- algunas prácticas políticas que lucen poco éticas. Pero que son constantes. Como si constituyeran un nuevo Evangelio de la política. Un nuevo conjunto de principios morales; o amorales, más bien. Aunque es muy difícil acostumbrarse a ellas, porque conforman una presunta normalidad, que luce aberrante.
Como la de demonizar al adversario, llenándolo de adjetivos o de incómodos sayos. O la de burlarse miserablemente de los demás, como le ocurriera recientemente al ex presidente Fernando de la Rúa, que ha sido objeto de una lamentable burla por parte de quien tiene el deber esencial de respetarlo, desde que es su colega, el Dr. Kirchner. O la de sembrar constantemente el resentimiento. O la de predicar permanentemente la “lucha de clases”. O la de desfigurar sesgadamente la historia real, práctica que fuera denunciada valientemente por la Conferencia Episcopal Argentina. O la de dividir. O la de insultar. O la de, simplemente, mentir respecto de los adversarios; como lo que le sucediera a Enrique Olivera, al que una maniobra aparentemente pergeñada por alguno de los ya insufribles Fernández, los “laderos” del poder, lo acusara de tener fondos en el exterior. O la de incluir a quienes el gobierno pretende agredir o desprestigiar en toda suerte de absurdas conspiraciones en su contra para así disimular -o hacer olvidar- que algunos de sus miembros fueron ciertamente mucho más allá que esto, en un pasado no muy lejano.
Para el caso particular de las conspiraciones nos llega una interesante lección, desde la democrática Taiwán. Desde las antípodas, entonces.
Su presidente, Chen Shui-bian, en noviembre de 2004 (esto es, hace apenas un año) dijo que tras la elección presidencial anterior (la de marzo de 2004) se había producido en Taiwán “un golpe de Estado abortado, que duró siete días”, en el que se intentó que los mandos militares dimitieran o simularan estar enfermos.
Esas graves manifestaciones llevaron a la oposición a cuestionarlas en la justicia. Allí los jueces ciertamente no son (como algunos aquí) funcionales al poder, sino independientes. No hay, entonces, jueces federales “amigos del Ejecutivo”, ni sobrinos del presidente que no se excusan al momento de decidir sobre el manejo de fondos públicos. Ni mecanismos para tratar de controlar a los jueces.
Los jueces son allí lo que deben ser: imparciales. Porque se trata -nada menos- que de asegurar que la justicia pueda defender a la gente del abuso o la arbitrariedad del poder.
La justicia taiwanesa no solo es independiente, también es eficiente. Y en un año de labor, dictó su sentencia.
Obligó al presidente de su país a pagar un dólar a cada uno de los dos principales líderes de la oposición a los que había -mendaz y desaprensivamente- acusado de una conjura en su contra. De complotar, entonces. Una condena simbólica, pero clara.
Pero lo más importante de la sentencia es quizás que también obligó al presidente a retractarse expresamente de sus dichos y tener que publicar su retractación en los principales diarios del país.
¿Se imaginan esto mismo aquí?
La escena política toda podría transformarse en una sola y larga retractación.
Ésta fue, cabe destacar, la primera vez en la historia que -en Taiwán- un tribunal se animó a condenar a un presidente en una acción civil. ¡Qué bueno! Los gobernantes no son, como ellos creen, todopoderosos. Son nuestros mandatarios, no nuestros mandantes.
Lo cierto es que, de pronto, en nuestra Argentina de hoy se tiene la sensación de haber retrocedido en la historia.
A la época, concretamente, de los antiguos faraones del viejo Egipto. Cuando la palabra del faraón (el “Maat”) era todo. Era -esencialmente- la fuente del derecho y de la justicia, de manera que los jueces no decidían en función de la ley sino solamente teniendo en cuenta la palabra del faraón, siempre superior a todo, y a todos. “Maat” era, entonces, sinónimo de verdad, de justicia y de orden. Un hombre -el faraón- estaba claramente por encima de los demás.
Estamos viviendo algo así. Hay quienes creen estar por encima de todos y hasta de la ley. Tanto que -diga lo que diga la Constitución- han decidido, pasándole por encima, poner a la Justicia a sus pies. Someterla, entonces. De modo que nada -absolutamente nada- se decida de ahora en más en contra de lo que ellos deseen o quieran.
Esta es la “nueva política”, presuntamente “seria”, que de pronto parece haberse apoderado de todos. Pero nunca es tarde para darse cuenta del lodo al que uno está siendo empujado y del cual, por respeto a uno mismo, se debe tratar de salir. Nunca es tarde para decir “basta”. El único “Maat” argentino es y debe ser la Constitución, a la que nadie puede pretender violar o ignorar. © www.economiaparatodos.com.ar |