El desempleo en el Estado de Bienestar
Algo muy malo, casi desconcertante, está ocurriendo en España, Grecia y otros países de la Unión Europea: el desempleo juvenil ha alcanzado cifras superiores al tercio de la población menor de 35 años y, en casi todas partes, abarca un porcentaje enorme de las personas en capacidad de trabajar. Y no se trata de desempleados sin educación formal, nada de eso, sino de jóvenes que han recorrido exitosamente todo el sistema educativo y hasta tienen, en muchos casos, el grado académico de doctor. ¿Qué causas pueden producir, en sociedades desarrolladas, un desajuste social tan profundo, tan negativo, que amenaza con quebrar la estabilidad de su modo de vida y sus perspectivas futuras de desarrollo?
Agreguemos al cuadro otro dato, aparentemente poco relacionado con el anterior, pero que sinceramente no deja de asombrarme: en casi todos los países de Europa, y en muchos otros del mundo, el porcentaje de actividad económica que corresponde al Estado ronda o supera al 50%, o cuando menos pasa largamente del 40%. Sabido es que los Estados no son empresas productivas sino instituciones que gastan en diversos fines lo que reciben de los impuestos que recaudan: en otras palabras, aproximadamente la mitad de lo que se produce en muchas naciones va a parar a manos de los gobiernos a través de los impuestos. ¿En qué se gasta, fundamentalmente, esta inmensa suma? Hay una parte que va naturalmente a las fuerzas de seguridad, a la burocracia, al pago de las funciones administrativas del Estado y a construir obras de infraestructura; pero la parte mayor, al menos en Europa y el Japón, se dirige a otros dos rubros: a pagar el servicio de la deuda pública y a lo que se llama el “Estado de bienestar”, que abarca las pensiones, una amplia gama de servicios de salud, la educación y muchas veces también la vivienda y la recreación.
Es obvio que, al soportar una carga impositiva tan alta, las empresas ven reducidas sus capacidades de inversión, con lo que se afecta entonces la producción y la generación de empleo. De nada sirve que la mano de obra disponible esté altamente calificada: el problema no es que falte capacitación —que no haya personas con las habilidades que requieren los puestos de trabajo— sino que un sistema escolar de enorme envergadura ofrece al mercado graduados que no tienen cómo conseguir una ubicación productiva. No es la falta de educación, como suele decirse, la que traba el desarrollo económico, sino una educación que no se adecúa a las potencialidades reales de la economía. Y a esto debemos agregar los pocos estímulos y los grandes obstáculos que, alegando muy diversos motivos, se erigen ante quienes deseen crear nuevas empresas productivas.
Atrapado por deudas que se acumulan y que cada día resultan más difíciles de pagar, los Estados más desarrollados se encuentran en la disyuntiva de tratar de dar estímulos a la economía —con un dinero que no tienen— o de aceptar de plano terribles recesiones que aumentarían a la vez el ya insoportable desempleo. En este dilema se encuentra ahora la mayor parte de las naciones desarrolladas que no atinan a encontrar una solución convincente para sus dificultades.
Pero la raíz del problema no reside aquí, en cómo estimular la economía para que vuelva a crecer, sino en el propio Estado de bienestar que se ha construido a lo largo de las últimas décadas: es tanta la presión que sus beneficios ejercen sobre las finanzas públicas y tantas las restricciones que imponen a las empresas privadas que no hay modo de mantenerlo y recuperar a la vez el crecimiento. Los programas sociales, por otra parte, son vistos por la población y por la mayoría de los analistas como virtualmente intocables: se los consideran derechos, tan intangibles como los derechos básicos de las personas, porque a todos nos gusta tener garantizadas la salud, la educación, las pensiones y muchos otros beneficios. Pero se olvida que estas prestaciones no son en realidad “derechos” sino desembolsos —y nada minúsculos— que hace el estado con el dinero que toma en realidad de los mismos ciudadanos. Nada, aunque lo parezca, es gratuito, y ahora es posible que a estas sociedades les haya ya llegado el desagradable momento de pagar.
Pasará mucho tiempo, me supongo, antes de que los políticos y los ciudadanos corrientes de estos países acepten la dura realidad de que es imposible obtener beneficios sin hacer los correspondientes esfuerzos; que no hay, como dicen, “almuerzo gratis”. Entretanto habría que pedirles —a ellos y a los dirigentes de tantos organismos internacionales— que por favor no nos receten la misma medicina que, por sus irresponsables políticas, los ha llevado a esta angustiante enfermedad social.
Carlos Sabino es profesor de la Universidad Francisco Marroquín en Guatemala y autor deEl amanecer de la libertad, Todos nos equivocamos, Guatemala: La historia silenciada (1944-1989).
Fuente: www.elcato.org