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jueves 10 de noviembre de 2005

El Estado intenta volver a fracasar

Cuando el Estado interviene en una empresa privada, ya sea reestatizándola o simplemente compartiendo su conducción, inevitablemente se produce la sustitución de los criterios económicos por un enfoque político. Entonces todo cambia y no hay manera de introducir procedimientos de gestión competitiva ni de tomar decisiones racionales.

Con inimitable estilo y gran lucidez mental, Juan Carlos de Pablo expresaba hace poco su opinión de que el retiro del grupo Suez en Aguas Argentinas debiera preocuparnos muchísimo y se preguntaba: ¿Por qué‚ esta vez la operatoria pública no habría de repetir la lamentable experiencia pasada? ¿Cómo olvidar que en cada invierno Gas del Estado nos recomendaba cuidar el consumo de gas? ¿Cómo no recordar qué en la década de los 80 había que comprar departamentos y oficinas para disponer de las líneas telefónicas allí instaladas? ¿Cómo no tener memoria de los recurrentes cortes de luz que nos obligaban a instalar estabilizadores o grupos electrógenos para generar un poco de energía y conseguir la mortecina luz de una lamparilla de 110 voltios?

Quienes ahora gobiernan nos dicen que han aprendido la lección, que esta vez no va a ser lo mismo y que ellos se harán cargo de las empresas concesionarias conservando sus operarios, jefes y directivos, para asegurar el suministro del servicio en las mismas o mejores condiciones.

Pero esto es una patraña que, si se pone en práctica, se volverá una cruda realidad y continuará empujándonos en la senda de la decadencia total.

Cuando el Estado interviene en una empresa privada, ya sea reestatizándola o simplemente compartiendo la conducción mediante esquemas como el de Enarsa, inevitablemente se produce la sustitución de los criterios económicos por un enfoque político. Entonces todo cambia y no hay manera de introducir procedimientos de gestión competitiva ni de tomar decisiones racionales. Porque el Estado tiene una naturaleza intrínsecamente monopólica y en su ámbito nadie es responsable por resultados sino por su comportamiento político.

El personaje histórico que creó la ilusión de que el enfoque burocrático podría implantarse con éxito en las empresas productivas fue Jean Baptiste Colbert, todopoderoso ministro de Luis XIV, quien introdujo en Francia y el Canadá francés los criterios políticos para la gestión de actividades económicas, como si fuera posible aplicar a una empresa petrolera los mismos estilos de conducción que una oficina pública municipal.

Fisiología de la acción estatal

Lo primero que busca la acción estatal es trasmitir a todos las órdenes de la superioridad, sin distorsiones ni agregados, para lo cual debe exigir el respeto de los reglamentos internos. Luego se dedica a documentar las actuaciones mediante fórmulas estereotipadas que se vuelcan en interminables expedientes para dejar constancia y salvar la ropa.

En la acción estatal, todo tiene que quedar registrado, publicado y debidamente archivado para que algún día y por cualquier motivo exótico la superioridad pueda revisar lo actuado deslindando responsabilidades.

El sistema burocrático necesita separar “el aparato” de la “administración”. En el aparato están los “cuadros” compuestos por el presidente, el ministro y el director general, o sea “la superioridad”. Por otro lado, en la administración están los miles de empleados públicos que deben limitarse a manejar los trámites respetando las rutinas que se transforman en fuente del derecho administrativo.

Reglas de funcionamiento interno

Cuando el Estado hace irrupción en una empresa productiva, comienzan a predominar el reglamento y la ordenanza por sobre el sentido común. La estructura se centraliza y el único individuo que puede decidir es un anónimo personaje llamado “la superioridad”, mientras que los demás deben resignar su espíritu de iniciativa.

Relaciones con el medio

La principal característica de una empresa gestionada por el Estado es la inmovilidad de su organización. El reclutamiento se hace por recomendaciones e influencias políticas. Existe una indiferencia total hacia cualquier posibilidad de cambio y la aparición de nuevas exigencias es tan sólo una cuestión de encuadre dentro de los parámetros existentes. La competencia interna o hacia afuera es considerada malsana e inmoral. El cliente nunca tiene razón y se convierte en un mero usuario, que es tratado impersonalmente sin atender otras razones más que lo que permite el reglamento.

Relaciones jefes-subordinados

Al entrometerse el Estado, la relación deja de ser personalizada y comienza a estar regulada por reglamentos internos que si se cumplen acabadamente terminan entorpeciendo la labor. Las comunicaciones entre jefes y subordinados son nulas. Nadie puede sancionar a otro sin iniciar un expediente administrativo. Los directores no pueden despedir al gerente; el gerente no puede despedir a los jefes y los jefes no pueden sancionar a los obreros.

Actitudes de los subordinados

Las empresas estatales se llenan de personas innecesarias recomendadas por los políticos de turno. Como nadie se va, terminan superponiéndose como capas geológicas. En general no saben hacer el trabajo, muy pocos tienen oficio y terminan actuando como pueden siempre respaldados por el reglamento. No progresan por méritos ni por capacidad sino por la antigüedad que consagra el escalafón, lo que permite a algunos no hacer nada y cobrar sueldos sólo por durar. Ninguno se anima a obrar por propia iniciativa ni a cambiar las cosas, porque sería expulsado en el acto. Para sobrevivir se adaptan pasivamente al reglamento, lo cual se nota en un trabajo rutinario, de poca calidad, muchas veces ridículo y casi siempre sin sentido práctico. Los subordinados terminan buscando la seguridad total y se adhieren con dientes y uñas a sus puestos aun cuando no saben para qué sirve lo que hacen.

Movilidad de los jefes

Nadie ejerce liderazgo. Los directores y gerentes reportan a los políticos que los nombraron y no son responsables por el resultado sino por el comportamiento político. Los jefes y empleados responden al sindicato de personal jerarquizado o al gremio de trabajadores estatales. Siempre que se cumpla el reglamento no hay desplazamiento, aun cuando la eficacia sea nula. El personal está categorizado en castas que perduran en el tiempo y se transmiten por sucesión hereditaria hacia sus hijos y familiares directos.

Cambios en la estructura

En las empresas del Estado es imposible mandar y exigir obediencia. Nadie puede premiar a nadie por sus méritos o porque se cumplieron las metas. Ninguno puede sancionar a otros cuando las cosas no se hacen. Lo único posible es “instruir un sumario administrativo para deslindar responsabilidades” que generalmente terminan en nada. Como hay estabilidad absoluta asegurada hasta por la Constitución, no hay posibilidad de cambio, ni de evolución o adaptación a condiciones cambiantes.

Factor maximizado

Como ninguno se preocupa por alcanzar las metas, ni por hacer las cosas con el menor costo, ni por aumentar la productividad y mucho menos por generar ganancias, el resultado inevitable es la total inmovilidad y la obsolescencia programada. Lo único que importa es “respetar la legalidad” y no “obrar con eficiencia”, porque los criterios económicos dejan su lugar a las preocupaciones políticas.

La estabilidad absoluta en el puesto de trabajo, el ascenso por escalafón, la imposibilidad de tomar decisiones racionales y el absoluto rechazo de cualquier criterio eficientista constituyen la base de este nuevo fracaso que se vislumbra en la Argentina si el gobierno del presidente Kirchner persiste con la idea de reestatizar las empresas concesionarias de servicios públicos y despedir con iracundia a los buenos operadores con experiencia internacional. © www.economiaparatodos.com.ar



Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.




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