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jueves 8 de marzo de 2007

El sistema jubilatorio estatizado

La protección social a los trabajadores en su vejez transitó distintas etapas en la Argentina. En todas ellas, el denominador común fue la voracidad del Estado para apropiarse del capital ahorrado por los argentinos.

Aunque parezca mentira, el sistema de seguros sociales difundido por todo el mundo no fue obra de ningún gobierno socialista ni progresista.

Por el contrario, surgió de un estadista ultraconservador, aristócrata, con firmes convicciones de derecha, y para colmo, ardiente militarista

Se trata del canciller Otto von Bismarck, quien durante 28 años practicó una política autoritaria para conseguir la unidad alemana en beneficio de Prusia, alentó la guerra franco-prusiana, se anexó Alsacia y Lorena y, en el campo social, luchó encarnizadamente contra los socialistas y dispuso la creación de un Estado paternalista para proteger a todos los trabajadores alemanes mediante el seguro de enfermedad (1883), el seguro de accidentes del trabajo (1884) y el seguro de vejez e invalidez (1889).

El ejemplo de Alemania fue seguido de inmediato por Austria, y 40 años más tarde, copiado por Gran Bretaña y Europa. Después de la crisis económica mundial de 1929, los seguros sociales se extendieron a EE.UU., Canadá y América Latina.

En nuestro país, las ideas de proteger a los trabajadores en su vejez se fueron instalando en cuatro etapas que reseñamos a continuación.

El sistema actuarial

Los seguros sociales se establecieron en 1904 con la ley 4.349 que creó la caja de Jubilaciones y pensiones de los empleados públicos. Luego, le siguieron la creación de cajas jubilatorias por gremios, basadas en cálculos actuariales.

En 1915, la caja de maquinistas de la Fraternidad (ley 9.653); en 1918, el resto del personal ferroviario (ley 10.690); a continuación, en 1921, la caja de servicios públicos (ley 11.110); en 1923, la caja de bancarios y empleados del seguro (ley 11.232); en 1928, la caja para empleados de comercio y obreros industriales (ley 11.289); en 1939, la caja de periodistas y personal gráfico (ley 12.581) y la caja del personal de la marina mercante (ley 12.612).

Estas cajas gremiales estaban organizadas mediante rigurosos cálculos financieros efectuados por una pléyade de actuarios que establecieron un sistema de imposiciones mensuales, por período vencido, colocadas a una tasa de interés compuesto. Así se constituía un fondo para atender las rentas vitalicias diferidas que los afiliados iban a percibir a partir del momento de su jubilación hasta su muerte, la del cónyuge o del hijo incapacitado.

Los cálculos financieros tenían en cuenta las expectativas de vida y utilizaban tablas de mortalidad y conmutación a distintas tasas anuales. Fueron realizados por José González Galé, Argentino Acerboni, Filadelfo Insolera y Giorgio Mortara, maestros actuariales que proporcionaron las bases científicas de estas cajas verdaderamente inconmovibles. Sus libros de texto mantienen hoy una sorprendente actualidad.

El sistema de reparto

Con el surgimiento de la “nueva Argentina” ideada por Juan Domingo Perón, de un plumazo se tiró abajo el sistema basado en el cálculo actuarial. Mediante los decretos 31.665/44 y 12.937/46 se dispuso la generalización de los seguros sociales a través de un pozo común y se crearon la Caja de Empleados de Comercio, del Personal de la Industria, de los Trabajadores Rurales, de los Profesionales y Trabajadores Independientes y de los Empresarios.

El proceso de estatización sustituyó el sistema actuarial de las viejas cajas gremiales por el sistema de reparto, copiando un ingenioso procedimiento ideado después de la Segunda Guerra Mundial por el actuario alemán Wilfred Schreiber.

Como en Alemania estaban destruidas las industrias, hechos añicos los hogares, arrasados los archivos y desaparecida toda clase de documentación, no había manera de recuperar los datos del viejo sistema actuarial de jubilaciones. Entonces, a Schreiber se le ocurrió organizar –temporariamente- las jubilaciones como un pacto entre la generación joven y los ancianos, de manera que los primeros se hicieran cargo de la pensión de los segundos con la esperanza de recibir el mismo trato cuando hubieran envejecido.

La idea del reparto, básicamente transitoria, fue plagiada por el primer gobierno peronista en 1946, aunque se respetó inicialmente la tradición de documentar los aportes individuales.

De manera que los trabajadores recibían una libreta jubilatoria personal en la que el empleador pegaba todos los meses una estampilla justificatoria del aporte realizado en su nombre. Cuando se completaban los casilleros, la libreta simplemente se presentaba en la caja correspondiente y el trabajador recibía el beneficio de la jubilación.

Mientras millones de cotizantes depositaban todos los meses sus aportes y los jubilados eran muy pocos, sobraba dinero. De allí que el gobierno peronista comenzó a utilizarlo para pagar los despilfarros del presupuesto. A partir de la crisis de 1952, el gobierno se encontró entre la espada y la pared, echó mano de los fondos jubilatorios y los reemplazó por obligaciones provisionales a perpetuidad con tasas de interés más bajas que la inflación. El llamado “empapelamiento” de las cajas llegó a 1.500 millones de dólares de ese entonces

Quince años más tarde, el gobierno militar de Onganía hizo lo mismo: entregó las obras sociales a los sindicatos, concentró a los jubilados en el Pami y volvió a meter la mano en las cajas jubilatorias contra entrega de nuevos títulos sin respaldo.

Así comenzó el desfinanciamiento del sistema de reparto, cuya crisis se agravó por varias razones. Los gobiernos democráticos y de facto comenzaron a repartir jubilaciones de privilegio y pensiones graciables a quienes nunca habían aportado nada. La relación entre cotizantes y beneficiarios se desmejoró y pasó de 6 a 1,3 aportantes por cada jubilado, por lo que los fondos ya no alcanzaron para pagar a quienes reclamaban sus derechos. Dentro de este caos financiero, se dictaron leyes inaplicables, como las que disponían otorgar el beneficio del 82% a jubilados y del 75% a pensionados. El sistema de reparto entró en quiebra a principios de la década del 90, con cuantiosas deudas acumuladas.

El sistema de capitalización

La situación comenzó a solucionarse durante la convertibilidad, con el reconocimiento de las deudas previsionales, el pago de los compromisos con fondos obtenidos en las privatizaciones de empresas públicas y la emisión de bonos previsionales.

Además, como el sistema de reparto era incorregible, se adoptó un sistema de capitalización y se encargó su gestión a diversas administradoras públicas y privadas (las llamadas AFJP). Este sistema fue idéntico al adoptado en Chile en noviembre de 1980 (decreto-ley 3.500 durante la gestión de Hernán Büchi y José Piñera). El sistema de capitalización se basa en distinguir jurídicamente los fondos jubilatorios del patrimonio de las entidades administradoras y en exigir la identificación de los aportes de los trabajadores mediante cuentas individuales de capitalización. Cada uno sabe cuánto ha ahorrado para su vejez y cuánta es la renta que va a recibir con su capital acumulado. En 26 años de funcionamiento, las AFJP chilenas llevan acumulados 75 mil millones de dólares, tres veces más que nuestras administradoras, pero gozan del derecho a decidir dónde hacer sus inversiones, por lo que han logrado exportar capitales chilenos a los principales países de América Latina.

Nuestro sistema de capitalización arrancó con los mismos vicios del sistema de reparto: fue obligatorio para todo el mundo, creó un mercado cautivo de cotizantes, estableció comisiones y costos de seguros de invalidez excesivamente elevados, permitió que la aplicación de los fondos quedara vinculada con la inversión en títulos del Estado y sólo admitió la elección entre compañías que operaban en un mismo y único sistema. Las indudables ventajas frente al quebrado sistema de reparto eran la aparición de cuentas individuales de previsión y la creación de fondos fiduciarios independientes del patrimonio de las administradoras.

Sin embargo, la caída de la convertibilidad, como consecuencia del excesivo aumento del gasto público y su financiamiento con emisión de deuda, hizo que el Estado se apoderase por la fuerza de los fondos disponibles en las AFJP a cambio de títulos públicos que, después, fueron defaulteados. De esa forma se produjo una verdadera confiscación de los ahorros acumulados por los cotizantes, quienes se ilusionaban con jubilarse mediante la renta de las inversiones realizadas con sus ahorros.

Así y todo, el sistema de fondos fiduciarios independientes fue lo suficientemente sólido como para que pudiera exhibir un formidable capital con rendimientos de casi el 20% anual.

El retorno al sistema del reparto

La enorme masa de fondos acumulados por las AFJP no hizo más que aumentar la codicia sin límites del Estado.

Primero, pensaron en obligar a las administradoras a invertir esos fondos en deficitarios proyectos energéticos que no tenían rentabilidad alguna porque estaban vinculados con tarifas congeladas. Eso no fue técnicamente posible.

Al mismo tiempo, se largaron a repartir jubilaciones a troche y moche, sin aportes previos, a cualquiera que quisiese recibir una prebenda electoral. Casi un millón de nuevas jubilaciones surgieron de la noche a la mañana y comenzaron a demandar cuantiosos fondos, que se aproximan a los 2,5 mil millones de pesos anuales.

Esta situación hizo que fuera necesario adoptar una solución política que plantea la opción del retorno de los afiliados a las AFJP al sistema de reparto, con el fin de captar aportes de nuevos cotizantes y, de este modo, disponer del dinero suficiente para cubrir las jubilaciones regaladas pródigamente.

Curiosamente, volvió a repetirse la misma situación que, en 1953, permitió la despectiva respuesta del entonces ministro del Interior Ángel Gabriel Borlenghi, en oportunidad de tratarse la iniciativa parlamentaria de jubilaciones para empresarios, profesionales, trabajadores independientes y amas de casa.

Cuando se le señaló que esas jubilaciones engendraban pasivos actuariales imposibles de ser cancelados en el futuro, con gran desparpajo dijo: “Nosotros establecemos los beneficios sociales… que la cuestión del cálculo actuarial la arreglen los que vengan dentro de 20 años”.

Tanto ayer como hoy no pueden dejar de relacionarse estos hechos con el recuerdo del famoso libro de Louis Pauwells y Jacques Bergier, “El retorno de los brujos”. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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