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jueves 8 de julio de 2004

Elogio del pesimismo

Hombre prevenido vale por dos, dice el refrán. Abrir el paragüas antes de que empiece a llover es una buena medida para evitar terminar empapados. De la misma manera, criticar lo que está mal suele ser la única manera de darse cuenta de que es necesario proceder de otra forma. Frente a a la profunda crisis argentina, el pesimismo es hoy una señal de alerta: no sea cosa que, por ingenuos, aún nos pueda ir peor.

Las definiciones sobre el estado de pesimismo son infinitas y, también, son todas iguales. Se suele tratar al pesimista como alguien que sólo ve catástrofes por todos lados, un amargado cegado por las sombras y la oscuridad, un mensajero de calamidades al que se mira con resquemor y sospecha. El pesimista no goza de buena fama. Destinatario de todos los escarnios, el idioma de los argentinos le concede términos poco amistosos como “mala onda”, “contrera”, “pájaro de mal agüero” y otros afines. Sin embargo, quisiera defender aquí, no a todos los pesimismos, sino al pesimismo en tiempos de crisis. Porque, como siempre se puede estar peor, el augurio de males mayores podría hacernos reaccionar de una vez y actuar a tiempo.

La hecatombe social que vive la Argentina no deja margen para el optimismo. Lejos de sentarse a resolver los graves conflictos que soporta el país, la dirigencia política progre los dilata ignorándolos y los transforma en una segunda naturaleza. A fuerza de marketing y operaciones de prensa, el gobierno de Kirchner se muestra hábil para la foto de portada pero fracasa en la calle, en el martirio cotidiano de todos los días que obliga a ciudadanos pacíficos a cruzar la ciudad como si fuera un campo de trincheras.

El conflicto piquetero es un ejemplo de cómo el progresismo de K coquetea con el abismo. ¿Por qué será que el pragmático y vehemente Néstor Kirchner no puede con dos revoltosos violentos como Luis D’Elía y Raúl Castells? Una respuesta plausible podría ser la afinidad ideológica que une a Kirchner con ellos. Las fuerzas de choque del movimiento piquetero reclaman mayor igualdad frente a un mundo que les da la espalda, el mundo gótico del neoliberalismo global al cual Kirchner también combate entre sueños. Si D’Elía y Castells arrasan comisarías y restaurantes de comida rápida ante la inexplicable ausencia policial es porque la palabra represión le resulta a Kirchner culposa e insoportable.

Otra respuesta, más propia de la realpolitik vernácula, es la imposibilidad de amalgamar el movimiento piquetero a la maquinaria política peronista. Hoy ya no es posible sobornarlos con el manejo de los planes sociales porque la insaciable voluntad de poder piquetera apuesta por algo mucho mayor que una fracción del presupuesto. Aquí es donde entra el juego el pesimismo. Quienes ven en el horizonte a un tercer partido político, de corte duro, bolchevique y violento, sabrán que neutralizarlos a tiempo nos puede evitar en el futuro todo un rosario de desgracias. Por otra parte, quienes prefieren incorporar a los piqueteros alegremente a nuestro folklore nacional por ser víctimas de una realidad injusta, sabrán el costo que conlleva la pasividad frente a ciertos avasallamientos civiles.

Permítaseme un paralelismo histórico, mutatis mutandis, con los tiempos de la República de Weimar. Los ciudadanos alemanes que fueron testigos impávidos de las atrocidades cometidas por los militantes nazis en la Noche de los Cuchillos Largos de 1934 jamás pensaron que estos ultras llegarían a controlar el país sólo poco tiempo después. Tampoco le prestaron mucha atención a otra noche fatídica, la Noche de los Cristales Rotos, señal de preaviso que pagaron 90 judíos con sus vidas en noviembre de 1938. Raymond Aron en sus Memorias recuerda que en Berlín todos estaban convencidos de que el antisemitismo nazi era sólo una herramienta de propaganda y uso electoral. Nadie era tan fatalista para imaginarse el holocausto que vendría. “¡Cómo creer en lo increíble!”, recuerda con resignación Aron.

¿Exagero mi pesimismo? Nada me impide pensar en un futuro aún más oscuro para un presidente acorralado por la violencia piquetera, una desocupación del 15 por ciento y sus propios fantasmas conspirativos. En Argentina, los optimistas suelen denominar con mansedumbre protesta social a lo que es, sin ambages, un asalto al poder por parte de sectores de izquierda. Esa candidez puede resultar tan fatal como la inocencia que tuvimos muchos ahorristas en dejar la plata en el banco luego de que sancionaran la ley de intangibilidad de los depósitos en agosto de 2001. Al igual que los alemanes, cuando quisimos acordarnos, ya era demasiado tarde.

El pesimismo, en tiempos de crisis, es una remota sensación de tempestades que nos avisa sobre la necesidad imperiosa de cambiar el rumbo. Es una señal de aviso acerca de un gobierno que, además de estar potenciando problemas ya existentes, está pactando su alma con el demonio piquetero. El gobierno debe comprender que aquí están en juego los últimos vestigios constitucionales que nos quedan y eso no puede dejarse moldear según los caprichos de las encuestas. Cuando la única ley que nos queda es la ley de la calle, sólo nos resta distinguir entre esclavos y patrones. Ese es, sin más, el destino que nos aguarda de seguir tolerando la violencia de milicias civiles organizadas.

Todavía hay tiempo. © www.economiaparatodos.com.ar



Luis Balcarce es Director de Poder Limitado.




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