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jueves 28 de junio de 2007

La falacia cultural

Condenar con desdén a los que producen para elevar a los artistas e intelectuales al pedestal de la superioridad moral es no sólo un despropósito, sino también una injusticia.

Por alguna misteriosa razón, la “cultura” y los “intelectuales” han convencido a la sociedad de que son moralmente superiores. Desde Daniel Filmus, para intentar –penosamente– ganar una elección, hasta cualquier desprevenido ciudadano parecen tener como una verdad revelada el hecho de que las actividades culturales, intelectuales y artísticas tienen, por el solo hecho de serlo, una entidad moral de envergadura mayor a las que tiene el comercio, la industria, el campo y cualquier quehacer en el que intervenga el ángel diabólico del dinero. Obviamente –y como una consecuencia lógica– también se le da un trato social diferente a las personas que se dedican a unas y otras actividades. Los intelectuales, los artistas y la “gente de la cultura” son intocables, especies de tótems sociales a los que nada puede decírseles: están protegidos por una coraza de preconceptos favorables.

En la otra vereda, los comerciantes, los industriales, los productores agropecuarios y todos los que hayan osado admitir que se dedican a una actividad en donde se transan bienes y servicios son considerados como una especie de mal necesario, como una raza a la que hay que soportar porque no queda otro remedio.

¿De dónde sale la estrambótica convicción de que Jorge Marrale, Florencia Peña, Martín Caparrós o Marta Minujin valen más que Gregorio Pérez Companc, Eduardo Costantini o que cientos de miles de pequeños y medianos empresarios que se levantan cada mañana con la ilusión de crear, de progresar, de inventar y de diseñar un mundo mejor, más confortable, más fácil y más al servicio de la gente común?

Resulta francamente chocante la altanería y la soberbia que se esconde detrás de este mensaje culturoso que, paradójicamente, se dirige a la gente queriéndola convencer de que los que realmente “están con ella” son los “hombres de la cultura”. ¿Quién, pregunto yo, defiende mejor al hombre común? ¿El que inventa una plancha para que la señora gaste menos tiempo planchando o el artista que alcanza el clímax interpretando a Shakespeare?

Probablemente ambos satisfagan necesidades disímiles, tan plausibles unas como las otras. Pero, condenar con desdén a los que producen para elevar a un pedestal intocable a los que seguramente disfrutan de sus invenciones, de los productos de sus desvelos y de los avances generados por su genio creador, es un despropósito.

¿Cómo se haría el teatro sin la tecnología que lo hace posible? Hasta sus insofisticadas tarimas de madera son el producto de una actividad transaccional. ¿Cómo se grabaría la música sin la tecnología ideada y puesta en el mercado (con perdón de la palabra) por empresarios (con perdón de la palabra) que, claro está, no cultivan “los altos valores de la cultura”? ¿De qué viven los artistas y los intelectuales sino poniendo (por dinero) sus obras a disposición del mercado? (Perdón por la insistencia en el uso de palabrotas.)

Este mundo pseudointelectual, profundamente impráctico, que se vería en apuros hasta para cambiar una bombita en la cocina de la casa, ha ganado una ascendencia inmerecida. Parte de dar por descontadas las cosas de las que disfruta, olvidando la inventiva, el capital, el trabajo y los sueños que las han creado. Se dirige a grabar su disco, pero desdeña a Sony Corporation; escribe en su procesador de textos, aunque posiblemente considere a Bill Gates un angurriento capitalista; usa ropas de Armani, sólo que sin tener la menor idea de cómo la materia prima se convirtió en blusa.

Esta raza peculiar que se envuelve a sí misma en un manto de romanticismo épico e inútil cargado de una impracticidad supina y que desconoce los más elementales rudimentos acerca de cómo resolver un problema tiene, sin embargo, la suficiente altanería como para subirse a una imaginaria torre y, desde allí, darnos lecciones de una pretendida superioridad que ni es verdadera ni, si lo fuera, sirve para terminar con los problemas cotidianos que aquejan a la gente común. ¿Con qué derecho estos ignorantes de los secretos más sencillos del hacer se arrogan la autoridad de ser mejores que la gente que trabaja tomando decisiones, resolviendo problemas, haciendo de este mundo un lugar más confortable para vivir?

Esta aura intelectuosa de la Argentina francamente exaspera. Quienes deben enfrentarse a la solución práctica de situaciones encontradas deben aguantar que una sarta de inoperantes, que creen que los bienes se producen por generación espontánea, les den lecciones de vida desde una soberbia insoportable que ni siquiera puede explicarse por los aportes útiles que le han hecho a la sociedad.

Todos debemos entregar nuestro conjunto único de valores al Universo. Ese haz de particularidades es valioso de por sí, independientemente de la inclinación que tenga. Presumir la superioridad moral de lo intelectual sobre lo práctico y de la cultura sobre el comercio, la industria o la producción es un acto de ignorancia propio de los que creen que un país podría ser culto y educado en medio del atraso, la miseria y la escasez. © www.economiaparatodos.com.ar

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