La mejor educación
El debate en torno de la educación parece interminable y, desde hace décadas, gira generalmente en torno a la misma cuestión, que consiste en responder a la pregunta ¿educación pública o privada?
Tal como dijimos en nuestra obra titulada, precisamente, La educación, la interrogación anterior –a nuestro juicio- está mal formulada o planteada y, en su lugar, la verdadera cuestión tendría que ser: ¿quién educa mejor el «estado» o el privado?
Lo primero a tener en claro por quien pretenda tratar de responder a esta última pregunta, es que el gasto en educación es una inversión, tal y como lo explica Ludwig von Mises:
«El hombre, como decíamos, dentro siempre de los rigurosos límites señalados por la naturaleza, puede cultivar sus innatas habilidades especializándose en determinados trabajos. El interesado o sus padres soportan los gastos que la aludida educación exige con miras a adquirir destrezas o conocimientos que le permitirán desempeñar específicos cometidos, Tal instrucción o aprendizaje especializa al sujeto; restringiendo el campo de sus posibles actividades, el actor incrementa su habilidad para practicar predeterminadas obras. Las molestias y sinsabores, la desutilidad del esfuerzo exigido por la consecución de tales habilidades, los gastos dinerarios, todo ello se soporta confiando en que las incrementadas ganancias futuras compensarán ampliamente esos aludidos inconvenientes. Tales costos constituyen típica inversión; estamos, consecuentemente, ante una manifiesta especulación. Depende de la futura disposición del mercado el que la inversión resulte o no rentable. Al especializarse, el trabajador adopta la condición de especulador y empresario. La disposición del mercado dirá mañana si su previsión fue o no acertada, proporcionando al interesado las correspondientes ganancias o infiriéndole las oportunas pérdidas. «[1]
Lo que nos dice aquí L. v. Mises, es que la educación jamás es gratuita, y esto se cumple así, ya sea cuando «El interesado o sus padres soportan los gastos que la aludida educación exige» para ese propio interesado, o cuando ese «interesado o su padres» financian la educación de otras personas. En este último supuesto es cuando se habla de educación «pública», la que nosotros preferimos denominar simplemente «estatal» o la sufragada a través de los impuestos.
¿Por qué optamos por llamar estatal a la usualmente designada educación «pública». Sencillamente porque la educación rotulada «privada» también es pública, porque está dirigida al público en cuanto a la oferta educativa en si misma por un lado, y por el otro si por «pública» quisiera significarse «gratuita», ya hemos visto que ninguno de los tipos de educación lo son, ya que ambos sistemas requieren de financiamiento para su creación, sostenimiento y funcionamiento, con lo que la diferencia radica no en que una es «gratis» y la otra no, sino que los recursos necesarios para costear uno y otro sistema son aportados directamente por el educando o sus padres (en el caso de la llamada educación «privada») en tanto que en el otro son ingresados por la totalidad de los contribuyentes, incluyendo dentro de ellos a quienes no quieren o no pueden concurrir a ninguna clase de establecimiento educativo, ni estatal ni privado, situación en la que se encuentran las capas más pobres de la sociedad.
Algunos autores hacen hincapié en la necesidad de competencia en el ámbito educativo, como el Dr. A. Benegas Lynch (h) al citar a Gary Becker cuando este dijo:
«[…] el análisis moderno de la competencia ha sido excesivamente estrecho. Se circunscribe y se limita a los mercados donde aparecen precios monetarios en la venta de bienes y servicios y donde las corporaciones buscan utilidades. Como, por ejemplo, el mercado de las bananas, los automóviles, las peluquerías y similares. Pero las ventajas de la competencia no sólo se ponen de manifiesto en aquellos mercados. La competencia también beneficia a las personas en áreas tales como la educación, la caridad, la religión, la oferta monetaria, la cultura y los gobiernos. En realidad la competencia resulta esencial en todos los aspectos de la vida, independientemente de las motivaciones y la organización de los productores, ya se trate de transacciones donde está involucrada la moneda o en aquellos donde no aparecen cotizaciones en términos monetarios […] «[2]
Por su lado, el Dr. Krause resalta el valor de la libertad para educarse, cuando dice:
«Algunos países pueden haber alcanzado una buena esperanza de vida al nacer o un determinado acceso a conocimientos, pero una vida dirigida por otros, restringida por controles y mandatos y una educación sesgada son más bien “restricciones” que logros de una vida completa. El individuo tiene que tener más opciones para vivir su vida como crea que merece ser vivida, para obtener el conocimiento que estime importante y, seguramente, esta capacidad de decidir le permitirá finalmente contar con los recursos necesarios.» [3]
Entendemos que la referencia a una educación sesgada, alude no sólo a los conocimientos que se imparten en las sociedades dirigistas, sino también al financiamiento de aquella, lo que tiene especial vinculación con lo que comentamos anteriormente en relación a la observación de L. v. Mises.
El financiamiento de la educación estatal a través de impuestos sesga, necesariamente, el acceso a la educación de aquellos que son alcanzados por el tributo, porque reduce sus oportunidades de educarse o -en forma directa- las suprime cuando la sumatoria de ingresos es igual o inferior al total de impuestos que se pagan. Esto implica que resulta falso el insistente cacareo demagógico por el cual se quiere convencer a la gente de que la educación estatal es «para todos». Nada de esto es cierto. La educación estatal necesariamente será el privilegio de unos pocos que, no obstante, a través del sistema fiscal han costeado su propia educación y la de otros.
[1] Ludwig von Mises, La acción humana, tratado de economía. Unión Editorial, S.A., cuarta edición. Pág. 909.