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jueves 28 de septiembre de 2006

La obsesión

La pretensión nacional de inventar una receta que nos lleve hacia el progreso pero que sea diferente a la que aplicaron otros países sólo consiguió hacernos cada vez más pobres y continúa retrasando el desarrollo de la Argentina.

Hace ya diez días, la senadora Cristina Fernández de Kirchner dijo –hablando frente a su auditorio de la Universidad de Columbia en Nueva York– que se podía “progresar con otras recetas” y sostuvo que asegurar un determinado nivel de vida a la gente no necesariamente significaba sujetarse a un conjunto determinado de ideas.

Días después, aún en la Gran Manzana, el Jefe de Gabinete Alberto Fernández dijo que el viaje presidencial había servido para que la Argentina dejara allí “su visión”.

Las dos afirmaciones responden a una histórica pretensión argentina: demostrarle al Universo que puede alcanzar los mismos éxitos que el mundo civilizado conoce del capitalismo democrático-liberal por otros caminos que ella misma se encargará de inventar. Ésta ha sido la obsesión nacional. Es como si un orgullo indómito que habita el alma nacional nos impidiera aplicar los métodos (“recetas”, en palabras de Cristina Fernández) que, desde hace muchos años, muchos países se encargaron de aplicar y disfrutar. ¡¡¡Es increíble. pero para regalarle un buen nivel de vida a la gente ni siquiera hay que ser original, sólo hay que ser razonable!!!

El afán de originalidad no es nuevo en nuestra historia. Después del 25 de mayo de 1810 (e incluso después de la Independencia formal), a pesar de contar ya en esos momentos con buenos ejemplos de “modelos” exitosos, nos pasamos cuarenta y tres años tratando de demostrar la cuadratura del círculo, proponiendo monarquías incaicas, repúblicas consulares, directorios supremos, en fin, una pléyade de disparates que no hicieron otra cosa que costarnos medio siglo de atraso, muertes y discordia.

Al cabo de ese tiempo un grupo de hombres nada originales sino simplemente razonables –la Generación del 37- tomó la Constitución de los Estados Unidos la adoptó y la adaptó a nuestras realidades y le dio al país la institucionalidad que lo convirtió de un desierto bárbaro en el quinto producto bruto mundial en setenta años.

Pero el éxito no logró desarraigar una honra falsa y fracasada. Al cabo de aquel tiempo, la llamada “Educación Patriótica” había ya envenenado lo suficiente la mente de la gente como para que nuevos vientos de un nacionalismo retrógrado nos impulsaran otra vez hacia el pasado, hacia la mazorca, el aislamiento y la miseria.

No hay ninguna obligación de copiar lo que no nos pega. Ningún país copia a otro. Toda sociedad tiene derecho a elegir el conjunto de ideas y de filosofías de vida que la hagan sentir más cómoda con su idiosincrasia. Eso es razonable, humano y natural.

Sin embargo, toda sociedad debe saber que hay ciertas reglas naturales que dirigen sin esfuerzo a un pueblo hacia mejores estándares de vida que no pueden soslayarse, cuya aplicación no puede evitarse y cuya práctica no hiere ninguna fibra íntima de la trama nacional. No hay ninguna necesidad de demostrar lo que ya ha sido demostrado ni de gastar energías en descubrir lo que ya ha sido descubierto. Tampoco importa que el gasto de la invención lo haya corrido otro. Los países no pueden vivir de esas susceptibilidades estúpidas.

¡¿De dónde nos viene este afán nacional por demostrar que haciendo “negro” podemos alcanzar lo mismo que otros alcanzaron haciendo “blanco”!? ¿Quién nos ha pedido semejante tarea? ¿Dónde está escrito que no podemos tomar lo inteligente que hayan hecho otros?

España tuvo por siglos la misma pretensión. Recostada sobre un pasado imperial en cuyo territorio nunca se ponía el sol, le costó sufrimiento, muerte, aislamiento y miseria el tiempo que tardó en reconocer que ya no valía la pena protagonizar un Quijote famélico y empobrecido que inútilmente luchaba contra lo razonable. Un día, con el ruido propio del óxido y el desvencijamiento, se sacó la armadura que la aislaba del mundo y decidió terminar con su estúpida rebeldía. En no más de treinta años se convirtió en una de las economías más dinámicas de la Unión Europea y sacó de la Edad Media a millones de españoles. ¿Ha dejado de ser España menos española por haber incurrido en el pecado de la aceptación?

El presidente Kirchner, su esposa, el Jefe de Gabinete y todo el gobierno pueden quedarse tranquilos. Los argentinos no les piden destellos de originalidad todos los días. Sólo les piden razonabilidad. La razonabilidad no es original porque el sentido común no es patrimonio de nadie. ¡Si tan sólo pudiéramos advertir el precio que pagamos por perseguir esta quimérica obsesión!

Es hora de que, no sólo el gobierno, sino la sociedad toda, renuncie a esta manía enfermiza por los inventos y ponga en marcha los conocidos y simples resortes del progreso. © www.economiaparatodos.com.ar

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