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jueves 21 de abril de 2005

Las ideas gobiernan al mundo

La prosperidad o pobreza de una nación no se explica por los genes de sus habitantes, ni por su cultura, su religión, su raza o sus recursos naturales, sino que está determinada por el sistema filosófico, político y jurídico que rige a la sociedad que la conforma.

La decadencia incesante que comenzara a recorrer nuestro país a partir de mediados del siglo XX, ha despertado el interés de filósofos, políticos, economistas, juristas y, sobre todo, del ciudadano argentino que ensaya una y otra vez diversas explicaciones para explicar lo aparentemente inexplicable.

Varios ensayos se han elaborado para explicar el ascenso y el descenso de la Argentina, comenzando por la famosa invocación de la “pampa húmeda” como determinante de la riqueza experimentada en los primeros setenta y cinco años de historia a partir de Caseros. Se trata éste de un argumento falaz, a poco que se considere que Rusia tenía mucha más y mejor pampa húmeda que la Argentina y, sin embargo, jamás logró salir de la pobreza extrema. Además, este argumento nos llevaría a la conclusión, también falaz, de que la Argentina comenzó a decaer porque la pampa se secó… Aquí viene bien recordar lo que dijera Armando Ribas, en el sentido de que los recursos naturales, mientras son naturales, no son recursos. Obsérvese, finalmente, que Japón se construyó a partir de una gran roca sin pampa húmeda, y actualmente es uno de los países más ricos del mundo. También Chile, entre nosotros, que con una franja inerte ha comenzado a recorrer el camino del desarrollo y la prosperidad.

Otro tópico común es el de adjudicar el altísimo grado de crecimiento de los Estados Unidos –el país más avanzado del planeta– a su religión protestante y a su raza anglosajona. Otra falacia descomunal, que se demuestra con el simple expediente de observar que la Argentina llegó a ocupar el séptimo lugar entre las naciones, y no fue construida por los WASP sino por gallegos y católicos. También observando que cuando los países de raza anglosajona y religión protestante cambiaron sus principios filosóficos de gobierno, como es el caso del laborismo en Inglaterra y del manicero Carter en los Estados Unidos, su decadencia no se hizo esperar y no hubo religión ni raza que la detuviera.

Otro argumento al que se suele acudir es el que adjudica a la cultura de los pueblos, a su idiosincrasia, la razón de su riqueza o de su pobreza, olvidando que, tal como dijera Paul Johnson, culturas puede haber muchas pero civilización hay una sola, y ésta se da en donde se respetan los derechos individuales. Una misma cultura puede tener dos destinos completamente distintos, como las dos Alemanias de posguerra, donde la caída del Muro de Berlín dejó al descubierto la prueba de laboratorio más contundente de todos los tiempos: de un lado el sistema de las garantías de los derechos individuales; del otro, el sistema de los derechos sociales.

Todo lo cual nos lleva necesariamente a concluir que no está en los genes de los individuos que conforman ese universal denominado pueblo, ni en su cultura, ni en su religión, ni en su raza, ni en su suelo, la razón que explica el comportamiento de esos individuos dentro de un determinado territorio, ni la razón que explica el avance o retroceso de sus economías nacionales.

Es bastante obvio que esa razón se encuentra en el sistema filosófico, político y jurídico que rige a una determinada sociedad, y que los individuos adaptan su conducta a ese sistema que los rige.

Tal como señaló en su “Tratado de la naturaleza humana” David Hume –ante quien debiéramos descubrirnos– toda ciencia social debe partir de la ciencia del hombre, es decir, del conocimiento de la verdadera esencia del ser humano. Sabiendo cómo sienten y actúan realmente los hombres es que se deben diseñar las instituciones sociales, en lugar de partir de una teoría idealista del ser humano –el famoso “hombre nuevo” que lo único que logró es el asesinato de millones de “hombres viejos”– para luego pretender que esas acciones encajen en ella.

¿Qué motiva voluntariamente a los hombres a emprender actividades tendientes a producir bienes y servicios, a generar fuentes de trabajo? ¿Lo hacen por amor al prójimo, por solidaridad, o por la ambición egoísta de mejorar su propia vida? Sobre la respuesta a esta pregunta se han montado dos sistemas filosóficos antagónicos y antitéticos: el primero, derivado de Rousseau y la Revolución Francesa, con vértice en el idealismo y el nazismo; y el segundo, derivado de la Revolución Gloriosa de Inglaterra de 1688 y la Revolución Norteamericana de 1787 –al que adhirió la Constitución argentina de 1853– que, con vértice en el realismo, generó sistemas de libertad, de tolerancia, de respeto por la propiedad privada y de seguridad jurídica. El primero, fundado en la envidia; el segundo, en el propio interés.

El primero parte de un hombre que no existe ni existirá, en tanto que el segundo parte de la percepción realista de la falibilidad del hombre.

Juan Bautista Alberdi lo dijo sin ambages: “Los pueblos del Norte no han debido su opulencia y grandeza al poder de sus gobiernos, sino al poder de sus individuos. Son el producto del egoísmo más que del patriotismo…”

Es cierto que al propio interés deben fijársele límites para ser compatibilizado con otros valores, pero no a costa de pretender eliminar ese poderoso motivador de la creatividad y el emprendimiento pues en esto, como en ningún otro caso, es peor el remedio que la enfermedad.

Fue John Locke en su “Segundo ensayo sobre el gobierno civil” quien aportó un concepto de vital importancia, contrariando anticipadamente a toda la vertiente romántica-rousseauneana-hegeliana-kantiana-marxista sostenedora de la falaz idea de que en el pueblo se encuentra la concupiscencia y la eticidad en el gobierno, criterio con el cual se le debe traspasar todo el poder al gobierno y que desembocara en los totalitarismos europeos del siglo XX.

Locke observó esta obviedad: que la falibilidad no sólo está en el hombre común sino también en los gobernantes, y de allí derivó la idea de limitar su poder. Gran Bretaña recogió este principio en la Revolución Gloriosa de 1688, y los Padres Fundadores de los Estados Unidos en sus escritos y en la Constitución de 1787. También, entre nosotros, Alberdi y la Constitución de 1853, de la mano de Urquiza.

Esta idea del límite al poder y del consiguiente respeto por los derechos individuales –específicamente el derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho de propiedad, y, a mi juicio el comprensivo de todos éstos, el derecho a la búsqueda de la propia felicidad–, es la clave para que una determinada sociedad civil dentro de un territorio también determinado logre alcanzar los máximos niveles posibles de prosperidad y felicidad individual.

Y el límite al poder debe abarcar también al poder de las mayorías, pues, tal como dijera Madison, cuando el individuo está sometido al arbitrio de las mayorías se ha vuelto al estado de naturaleza en que el más débil está a merced del más fuerte. Realidad ésta también advertida por Lord Acton: “lo que el esclavo es en manos del amo, el ciudadano es en las manos de la comunidad”. © www.economiaparatodos.com.ar



Denis Pitté Fletcher es abogado.




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