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lunes 9 de septiembre de 2013

¿Los argentinos hemos entregado el alma al dinero?

¿Los argentinos hemos entregado el alma al dinero?

 ¡Que Dios se apiade de nosotros!

Una lacerante duda corroe nuestro sosiego espiritual cuando tratamos de explicarnos estas  cuestiones existenciales: 1° ¿Porqué nuestros ídolos populares son algunos groseros futbolistas,  frívolas vedettes del escándalo televisivo, vocingleros animadores que viven de la ordinariez y la pornografía, sobre todo si tienen muchísimo dinero?. 2° ¿Porqué los ciudadanos  siguen con admiración y simpatía a ciertos políticos rastacueros, vividores y advenedizos, que con malas artes alcanzan la función pública para enriquecerse de manera indecente?. 3° ¿Porqué elegimos y volvemos a elegir para las más altas magistraturas, a personas incultas, groseras y jactanciosas que carecen de toda idoneidad para gobernar por el bien común? 4°. ¿Porqué nuestros jueces y legisladores encubren y toleran la corrupción oficial como si fuera un simple hecho de viveza y no un grave delito social?

            Estas cuatro preguntas, que rezuman nuestra perplejidad, se van aclarando cuando otro pensamiento parece darnos la respuesta: ¿no será que los argentinos hemos vendido el alma al dinero y la “guita” se ha convertido en el máximo valor espiritual que condiciona la vida de los pobres, de la clase media  y de los ricos?

Como sostiene Eduardo Fidanza, en sus encuestas de opinión: “Pareciera regir una suerte de contrato implícito entre el pueblo argentino y sus dirigentes que, metafóricamente dice así: Si nos dan trabajo y consumo, toleraremos sus negocios sucios; pero si cesan los beneficios prestaremos oídos a quienes los denuncian. En otros términos se sacrifica la dimensión moral por la eficacia, dando sentada la asimetría entre el poder político y el pueblo. En el mismo sentido, señala Fidanza que un joven padre de familia santacruceño le dijo al encuestarlo: Sabe qué pasa, Néstor hizo muchas obras;  él se quedaba con el 50 % pero el otro 50 % se lo daba a la gente. Robaba, pero hacía. Por eso, es probable que la corrupción no preocupe genuinamente a los argentinos”. (El contrato de la corrupción, La Nación, 7/9/13, pág.21)

 Entonces debemos seguir preguntándonos: ¿qué es nuestra vida, sino la proyección de una esperanza? Si esa esperanza la apoyamos en un ideal de nobleza y dignidad,  la vida será una inefable bendición para nosotros y los demás. Pero si nuestra esperanza  la ligamos a un objetivo mezquino y aborrecible, entonces la vida será un nefasto infortunio, que nos afectará a todos. Hoy, un significativo número de compatriotas,  con gran poder social y político, han decidido atar su vida al dinero y lo han  transformado en el fin último de su existencia terrenal. Están adorando el becerro de oro y ciegan sus conciencias negando la misericordia.

Por eso parece bueno y necesario volver a releer las proféticas frases que escribiera hacia 1945  uno de los más  egregios escritores italianos, Giovanni Papini (1881-1956) inicialmente ateo militante, luego agnóstico sincero y finalmente converso religioso, cuyas líneas magistrales pueden aplicarse textualmente a cada uno de los aberrantes casos de corrupción estatal y privada que estamos conociendo en estos días y que causan el escarnio de la degradación del ser argentino en todo el mundo.

EL DINERO ES EL ESTIÉRCOL DEL DEMONIO 

Decía Giovanni Papini cuando despuntaba la “nueva Argentina” peronista en 1945: “El dinero lleva consigo, junto con la mugre de las manos que lo han tocado y palpado, el contagio inexorable del crimen.  Entre todas las cosas inmundas que el hombre ha hecho para contaminar  la tierra y ensuciarse así mismo, el dinero es tal vez la más inmunda y repugnante.

Esos papeles arrugados, que pasan y vuelven a pasar cada día por manos sucias de sudor, orina y sangre; gastados por los dedos y la saliva de narcotraficantes, de usureros, de bandidos, de especuladores y de avaros; esos billetes roñosos y manchados, deseados por todos, buscados, robados, envidiados, amados más que el amor y -con frecuencia- más que la vida; esos inmundos trocitos de materia historiada que el asesino da al sicario, el usurero al hambriento, el enemigo al traidor, el estafador al extorsionador, el hereje al simoníaco, el putañero a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos papeles que persuaden al hijo para que mate al padre, a la esposa para que traicione al esposo, al hermano para que defraude a la hermana, al resentido para que acuchille al rico, al obrero para que engañe al patrón, al patrón para que explote al obrero, al asaltante para que despoje al viajero, al pueblo para que asesine a otros pueblos; esos dineros, esos emblemas de la materia son los objetos más espantosos que haya fabricado jamás el hombre.

El dinero que ha hecho morir tantos cuerpos, hace morir cada día, millares de almas. Más contagioso que los andrajos de un apestado, que la podre de una pústula, que el chancro de la sífilis, que los grumos malolientes de una cloaca; entra en todas las casas, se guarda en cajas de seguridad, inunda los mostradores de las casas de cambio, se custodia en billeteras pegadas al corazón, se agazapa en los bancos, profana la almohada del sueño, se oculta en las tinieblas fétidas de las bóvedas y escondrijos; ensucia las manos inocentes de niñas prostituidas por sus madres, tienta a las doncellas  vírgenes, compra la conciencia de jueces venales y corruptos,  paga el trabajo de verdugos y  sicarios; circula sobre la faz del mundo para alimentar el odio, para estimular  la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte.

El dinero es también señal visible de la transubstanciación. Es la hostia infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio. Quien ama al dinero y lo recibe con júbilo, comulga visiblemente con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca sin saberlo el estiércol del Demonio.

Un puro no puede tocarlo, el sano no debe soportarlo. Ellos saben con certeza indubitable, cuál es su sucia esencia. Y sienten por la moneda el mismo horror que el rico siente por la miseria.

Ese dinero al que muchos han atado la esperanza de su vida, es la misma  materia pútrida que usan los gobernantes ruines para comprar y corromper el alma de su pueblo. ¡Que Dios se apiade de nosotros!“  (Giovanni Papini, Firenze 1945)