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jueves 3 de abril de 2008

Los ingresos, la justicia y los países

Convertir a una sociedad en un siervo forzoso que mantiene y enriquece a la burocracia estatal es un modelo inadmisible en el siglo XXI.

El monumental desquicio en que se ha convertido el país tiene un justificativo, según el gobierno: la distribución del ingreso.

Las apelaciones al odio de clase, al resentimiento racial y a la mismísima violencia física han sido respaldadas por quien, en condiciones normales, debería ser la encarnación misma del Derecho y de la concordia. Y todo eso ha sido hecho en aras de distribuir el ingreso nacional de otro modo.

Que yo sepa hay cuatro y solo cuatro maneras de ingresar dinero al bolsillo propio, a saber: 1. Desarrollar una actividad cuyo precio es mayor al costo de producirla. Incluyo en esta categoría no solo, obviamente, al trabajo por cuenta propia (sea este pequeñísimo o enorme) sino también al trabajo en relación de dependencia, toda vez que el precio del trabajador en esa condición (su salario) se supone mayor a su costo (su comida, su vestimenta, su techo, su familia).
2. Robarles a aquellos que desarrollan una actividad cuyo precio es mayor al costo de producirla.
3. Recibir limosnas de aquellos que desarrollan una actividad cuyo precio es mayor al costo de producirla.
4. Recibir el ingreso de una estructura coercitiva que compulsivamente se lo saca a aquellos que desarrollan una actividad cuyo precio es mayor al costo de producirla.

Como se observa fácilmente, la fuente de producción del ingreso es siempre la misma, es decir, aquellos que desarrollan una actividad cuyo precio es mayor al costo de producirla. Lo que cambia según los países estimulen una u otra forma de subsistencia es el destino del ingreso generado.

Bajo una argumentación a la que cuesta encontrarle fundamentos de justicia, se ha generalizado la idea de que, precisamente por una razón de justicia (a la que llaman “social”), el ingreso generado por aquellos que desarrollan una actividad cuyo precio es mayor al costo debe ser “repartido” entre otras personas que son completamente ajenas a la actividad que generó el ingreso.

A su vez, los países también podrían agruparse en distintas categorías según sea la forma de estímulo que tengan para generar y distribuir ingresos.

Así, quienes apoyen la proliferación de ciudadanos o sociedades que se dediquen a desarrollar actividades cuyo precio de retribución sea mayor al costo de producción, serán países de avanzada, modernos, innovadores con un altísimo nivel de vida para sus pueblos.

Los que estimulen el robo, serán países delincuentes. Los que apañen la limosna serán miserables e indignos y los que se inclinen por perfeccionar estructuras coercitivas de confiscación que arbitrariamente le quite a algunos lo que producen para dárselo a otros, serán países parásitos en donde un conjunto de esclavos dirigidos por una casta, trabajará para que millones de haraganes vivan de su esfuerzo.

La contribución al destino común es algo que ha sido aceptado generalizadamente en el mundo civilizado a partir de sistemas impositivos razonables, de fuente representativa y vigilados por una Justicia atenta. Pero la pretensión de convertir a una sociedad en un siervo forzoso que alimente a una burocracia estatal y para estatal que parte, reparte y se queda con la mejor parte, es un modelo inadmisible en el siglo XXI y propio de los señores feudales de la Edad Media.

La queja frente a la persecución de la ganancia que, según sus acomodaticios críticos, caracteriza a la primera forma de generar ingresos queda fácilmente desbaratada al introducir el socrático interrogante de que ocurriría si todos nos pusiéramos en la fila de los “recipiendarios” y no hubiera nadie en la fila de los “productores”. Entonces, si es necesario que haya productores para que haya recipiendarios ¿es finalmente justo sacarle lo que producen a los que lo producen?, ¿no sería más justo estimular a los “recipiendarios” a que produzcan algo?, ¿o se cansarían demasiado? No hay dudas de que sin el cuerpo no existiría el parásito. Puede haber sociedades de cuerpos pero no de parásitos.

Está claro que todo este sinsentido deriva de la supina estupidez marxista del “de cada uno de acuerdo a su capacidad a cada uno de acuerdo a su necesidad”. Esta soberana imbecilidad (o viveza según sea quien la aproveche y quien la sufra) no repara en el hecho de que “necesidades” tenemos todos y en que, si por ello fuera, nadie produciría nada y todo el mundo esperaría a que “alguien” provea a su necesidad porque hacerlo es simplemente “justo”. Si estoy en el equipo de los que reciben a base de quejarse, bárbaro. Pero si estoy en el equipo de los que por dignidad han aprendido a trabajar y quieren hacer algo útil con sus vidas, ¿quién se encargará de mi justicia?

Y es real y cruelmente paradójico que un país haya llegado a pretender ser más justo con los primeros que con los segundos, porque aún los países que defienden a los parásitos, viven de los segundos.

No hay mayor injusticia “social” que apañar vagos, delincuentes que propagan el odio a cambio de ofrecer sus fuerzas de choque al mejor postor. No hay mayor pecado de inequidad que poner en la mira del resentimiento a quienes trabajan para mejorar su condición y, de paso, producen un bien residual para todos. ¿Cuál es el pecado de generar ingresos trabajando? En todo caso, ¿cuál es la alternativa disponible?, ¿el robo?, ¿la limosna?, ¿la servidumbre feudal?

El punto de inflexión de la Argentina no está lejos. Más temprano que tarde deberemos optar por un modelo de país que encuadre las únicas cuatro formas conocidas de obtener ingresos. Porque formas de generarlos hay solo una: trabajando. Y también hay solo una forma justa de retribuir a los que trabajan… y a los que no. © www.economiaparatodos.com.ar

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