Por razones que a nosotros no se nos explican, el Gobierno está ejerciendo una ostensible presión sobre las empresas de servicios públicos para sacarse de encima a los operadores surgidos en las privatizaciones de los años 90. Es evidente, a todas luces, que existe una gran ansiedad por cancelar contratos sin tener que pagar ni un centavo de indemnizaciones. Luego, seguramente se buscará reemplazarlos. Pero en este trámite no hay que dejar de ponderar que en algunos individuos pueda surgir un fuerte deseo de obtener dádivas.
Esta agria suposición nos plantea una serie de interrogantes. ¿Por qué tanta hostilidad contra los actuales concesionarios, muchos de los cuales son considerados los mejores del mundo? ¿Por qué eliminar a quienes tienen prestigio técnico y sobreabundante solvencia financiera para reemplazarlos por improvisados sin antecedentes ni respaldo patrimonial? ¿Por qué esos concesionarios no hacen públicas sus quejas y optan por abandonar el campo a la chita callando? ¿Qué ocultan o a quiénes temen? ¿Dónde está el interés de los usuarios en esta lucha tan ardua?
La base de estas cuestiones se encuentra en la naturaleza misma del contrato de concesión, que encierra una falacia. El Estado se adjudica dogmáticamente la titularidad del monopolio en la prestación de los servicios públicos, por sí o a través de un operador. Este último no presta el servicio como dueño sino como mero concesionario del verdadero amo que es el Estado.
Entonces, el concesionario, si actúa racionalmente, tratará de no invertir capital propio para realizar las obras necesarias, puesto que al finalizar el contrato éstas pasarán gratuitamente a manos del Estado y perdería las utilidades reinvertidas. Los fondos que el concesionario necesita para hacer inversiones son obtenidos primordialmente de préstamos internacionales, cuyos servicios de intereses y amortizaciones son cargados al costo de las tarifas pagadas por los usuarios.
Armado de esta manera, el contrato de concesión termina siendo un “festín recaudatorio” donde todos sacan y uno solo pone. El Estado también participa del festejo financiero cargando en las tarifas una ristra de impuestos. Tómese el lector la pequeña molestia de examinar las boletas de electricidad, agua, gas y teléfonos. Se asombrará al comprobar que además de la tarifa básica le cobran entre el 52 y 57% en impuestos (*) para el Estado nacional, provincial y municipal.
Así llegará a la conclusión de que las empresas de servicios públicos no pertenecen en realidad ni al Estado ni a los concesionarios, sino a los usuarios que las financian íntegramente con tarifas e impuestos sobre tarifas.
Por eso, la solución a este conflicto es muy clara, pero requiere honradez y coraje político.
En lugar de que el Estado se apodere fraudulentamente de un bien que ha sido pagado por otros y otorgue la concesión a un monopolio privado, ¿por qué no se devuelven las acciones a los usuarios que son los verdaderos y auténticos dueños? Si ahora el gobierno no se anima y repite lo mismo que en la década menemista, volverá a cometer el mismo “fraude social”, aun cuando este delito no esté legislado.
El proceso de restauración de la propiedad privada en los servicios públicos ha sido ensayado en los vastos territorios canadienses de British Columbia, Alberta, Saskatchewan y Manitoba, con resultados apabullantes. Veamos cómo podríamos hacerlo nosotros.
El presidente Kirchner ordena a su ministro de Planificación, Julio De Vido, que solicite a los concesionarios un listado con los consumos medios por usuario durante los últimos 4 o 5 años. Luego, toma la totalidad de las acciones de las empresas públicas (no las acciones de las concesionarias) y las prorratea según esos consumos, reservando un 5% para los trabajadores en actividad, actuales y futuros.
Después, el presidente dispone enviar una carta a los usuarios informándoles que les regalará gratuitamente acciones de las empresas de luz, agua, gas y teléfonos, advirtiéndoles que son “acciones potenciales”, las cuales pueden convertirse en “acciones plenas” si deciden suscribir una cantidad equivalente por el importe resultante del plan de inversiones.
A todo esto y para que la oferta resulte justa y atractiva, el presidente decide mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia la derogación de todos los impuestos que gravan las tarifas convirtiéndolos en “fondo para inversiones de equipamiento y modernización”. También resuelve instruir a la AFIP para que toda inversión en empresas de servicios públicos quede exenta del impuesto a las ganancias y a los bienes personales.
Enseguida, ordena a la Inspección General de Personas Jurídicas que inscriba una reforma de los estatutos convirtiéndolas en empresas sociales y señalando que sus acciones podrán cotizar en bolsa para que sus titulares puedan comprarlas y venderlas. El estatuto reformado establecerá estas otras condiciones básicas: 1º – Los accionistas participarán en asambleas mediante un limitado número de apoderados, libremente elegidos. 2º – Existirá una cláusula por la cual el Estado designa un miembro del Directorio con poder de veto. 3º – Acordará al Directorio facultades para convocar asamblea de apoderados con el fin de ratificar o anular el veto. 4º – Obligará a la empresa a contratar, mediante licitación internacional, un operador con óptimos antecedentes, que cobrará el gasto de sus operaciones más un “fee” que sólo dispondrá en la medida que la sociedad distribuya dividendos entre los usuarios. 5º – Establecerá que las utilidades líquidas y realizadas podrán distribuirse mediante cupones negociables que serán admitidos como pago a cuenta de futuras facturas.
Con una reforma “a la canadiense” como la que proponemos, tanto el Presidente Kirchner como sus ministros podrían mostrar frente a las cámaras de TV las manos limpias y explicar que, a diferencia de los años 90, no entregan el patrimonio nacional a voraces compañías multinacionales ni tampoco a codiciosos capitalistas locales, quienes generalmente resultan ser audaces buscadores de rentas que obtienen participación en los negocios públicos, prometiendo dádivas a funcionarios desconocidos, que a veces recaudan para la Corona y otras para sí mismos. Así habrá manos limpias en los servicios públicos. © www.economiaparatodos.com.ar
(*) Tasas y contribuciones municipales, Impuesto al Valor Agregado, Ingresos Brutos provinciales, Convenio multilateral, Impuestos sobre débitos y créditos en cuentas bancarias y otras operaciones, Fondo provincial de Santa Cruz, Impuestos por alumbrado público, cánon de servidumbre municipal por la red domiciliaria, Fondo de Desarrollo Energético, impuesto por grandes obras eléctricas, tasa sustitutiva de otros impuestos, fondo compensatorio de tarifas sociales, etcétera, etcétera.
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |