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jueves 19 de junio de 2014

O la negociación o el precipicio

O la negociación o el precipicio

La Argentina volvió a ser noticia y no precisamente por Messi, sino por las dudas que ha generado el discurso de Cristina Fernández respecto del acatamiento del reciente fallo de la Corte Suprema norteamericana. Está claro que, en el tema de los hold-outs, hemos perdido por K.O. Los pronósticos de la mayoría de los analistas resultaron errados. El optimismo y el tachín, tachín de quienes se cansaron de pronosticar cuanto en definitiva no ocurrió, ponen de manifiesto hasta dónde se desconocen en nuestro país los mecanismos e instituciones judiciales de los Estados Unidos.

Después de lo expresado en Santa Cruz de la Sierra, en el marco de la reunión que congregó a los países del G-77 + China, era obvio que la presidente, el lunes a la noche, repetiría el libreto de siempre. Sólo que, como esta vez no se trataba de un conclave intrascendente, debió cuidar un poco más su lenguaje. Prefirió eludir una definición clara acerca de si su gobierno acatará o no el fallo que clausuró, en un abrir y cerrar de ojos, las ilusiones que se habían forjado en la Casa Rosada. Se limitó a asegurar que hay vocación de pago y dejó en el aire la posibilidad de entrar en rebeldía al afirmar que se cumpliría con aquellos que, en su momento, aceptaron la reestructuración. Luego distinguió la negociación de la extorsión, ejercicio de carácter literario que de nada sirve.

Las recientes palabras de Kicillof han seguido idéntico manual. De todas formas, en este caso fue más claro en cuanto a que el gobierno buscaría lograr una mejora de parte del juez. Pero insistió en seguir pagando a los hold-in, aun cuando no se actúe conforme a lo que disponga el juez.

Es evidente que, más allá de las quejas y agravios a los jueces americanos, el gobierno tiene pocas opciones, que podríamos resumir en: 1) no pagar; 2) aceptar el fallo de Griesa, ó 3) negociar con la anuencia del juez. Más abajo examinamos con algún detalle las circunstancias, cursos de acción alternativos y eventuales consecuencias. Vale aquí dejar asentado que toda sobreactuación, imprudencia o demora en los delicados trámites que a los que debe abocarse el gobierno argentino nos deslizaría al precipicio.

Cualquiera de las opciones será costosa. No existe, a la vista, una salida simple e indolora. Lo que se inició mal —aunque entonces se planteara como un éxito fenomenal del kirchnerismo— acaba de terminar de igual manera. Con la diferencia de que ahora la derrota no puede maquillarse. Estamos, pues, entre la espada y la pared.

Dicho lo cual, pasemos de Estados Unidos al Plata. Si hubiese que resaltar —de todo lo ocurrido en la política doméstica durante el transcurso de la semana pasada— un hecho llamativo y, al propio tiempo, con un significado inequívoco en término de las relaciones de poder, escogeríamos sin dudarlo las discusiones, chicanas, insultos y acusaciones cruzadas entre algunas de las principales figuras del gobierno. El tema no es nuevo, de modo tal que no hay razones para asombrarse, pero en este caso no se ha tratado del exabrupto de Carlos Kunkel a expensas de Martín Insaurralde y de su novia, Jesica Cirio, o de la disputa sorda que vienen sosteniendo el ministro de economía, Axel Kicillof, contra el titular del Banco Central, Juan Carlos Fábrega. Lo que salió a la superficie es una interna feroz con dos particulares coincidencias que antes no se habían hecho presentes: por un lado, la dimensión del caso que involucra al vicepresidente de la Nación, nada menos y, por otro, que los cruces se produjeron a pesar de la orden de Cristina Fernández de respaldarlo a Amado Boudou.

En los últimos siete días, el kirchnerismo puso al descubierto no tanto sus contradicciones —que las lleva a cuestas con dificultad manifiesta— como sus debilidades a la hora del ocaso, cuando es indispensable mantener la calma, no perder los estribos y actuar serenamente. Bastó que Daniel Scioli se hiciese presente en un seminario organizado por el grupo Clarín para que, desde las filas gubernamentales, se descargasen sobre el gobernador bonaerense todas las críticas imaginables. Desde el jefe de gabinete, Jorge Capitanich, hasta el presidente de Aerolíneas Argentinas, Mariano Recalde, pasando por Julián Domínguez, Sergio Urribarri y varios más, todos rivalizaron para pegarle a quien, en el fondo de su corazón, ninguno desearía como candidato del FPV el año próximo. No faltó, por supuesto, para marcarle la cancha y hacerle saber qué tanto lo desprecian en la Casa Rosada, la foto de Cristina Fernández con Florencio Randazzo, el único competidor de envergadura que tiene, de cara a las PASO de agosto de 2015, el ex–motonauta.

Pero eso no fue nada, comparada la situación con la de Boudou. Scioli, en su fuero íntimo, sabe bien cuán poco lo quieren en Balcarce 50. Sólo un personaje de sus características puede soportar en silencio, masticando bronca, los agravios de aquellos cuyos colores él también defiende. El gobernador considera que su calvario —tolerar con buena cara que lo humille el kirchnerismo puro y duro— es la condición necesaria para llegar a la presidencia. La condición suficiente, según se ha cansado de decirlo en la intimidad, es su estrella. Scioli se considera predestinado y, por lo tanto, acepta con estoicismo cuanto a cualquiera —por elementales razones de decoro— lo sublevaría.

Boudou, en cambio, es un íntimo de Cristina Fernández. El solo hecho de que haya llegado tan alto explica el afecto y la consideración de la señora. Y sin embargo, en el momento seguramente de mayor dificultad por el cual ha atravesado, cuando el juez Antonio Lijo se encamina a procesarlo y las pruebas se acumulan en su contra, en el gobierno —en lugar de defenderlo— la gran mayoría de los funcionarios de fuste miran para otro lado y el jefe de gabinete sale a cruzarlo y le pide unas explicaciones que Boudou no puede dar. Porque si dijese quiénes son los “machos del off” le temblarían los pies a más de uno.

Lo notable del asunto es qué poca disciplina interna hay en el kirchnerismo. Boudou no había prendido el ventilador. Apenas había tomado prestada una frase puesta en circulación por Scioli —la de “los machos”— sin dar nombres ni apellidos. Capitanich, al parecer, montó en cólera sea porque se sintió tocado o porque consideró necesario ponerle un freno al locuaz vice. Como quiera que sea, lo cierto es que la disputa mostró las fisuras de una administración que no acierta a reaccionar frente al proceso judicial que, todos lo descuentan, terminará en un procesamiento.

La estrategia de la cual tratamos la semana anterior —la de ganar tiempo con base en las artimañas judiciales que pueden hacerse valer— tiene sentido en tanto y en cuanto Boudou mantenga la compostura; los miembros de la banda de amigos —que llevó a la ANSES, el Ministerio de Economía y el Senado de la Nación— conserven la lealtad en medio de la tormenta. y Cristina Fernández logre reordenar las filas y comprometer a los suyos para que respalden al caído en desgracia.

Para explicarlo con ejemplos. Boudou es mejor que no hable. El reportaje al cual se prestó con Ernesto Tenembaum y Marcelo Zlotogwiazda, por momentos tuvo las características de un sinsericidio. Por su parte, Nuñez Carmona —para mencionar a su amigo íntimo dentro de la banda— no sólo debe presentarse a declarar el jueves —lo contrario complicaría tanto a él como a Boudou— sino que necesita unificar su discurso con el del principal imputado en la causa. En cuanto al gobierno, convendría que Capitanich callase su boca y evitara polémicas que podrían dispararse a la estratósfera y generar un verdadero terremoto.

Estas condiciones se explican por sí mismas, son fáciles de apuntar y resultarían obvias si no fuese porque, para satisfacerlas en tiempo y forma, sería menester un plan de acción en el cual sus participantes obrasen según las instrucciones recibidas y se atuviesen al libreto que les ha tocado en suerte, sin cambiarle un punto o una coma. Pero no se trata de la puesta de una obra de teatro con actores principales y de reparto; escenógrafo; extras; iluminadores y —por sobre todos— un director. Existe el escenario, sólo que las figuras en danza no tienen en claro cuáles son sus límites, se tratan de salvar como mejor se les ocurre, no siempre acatan órdenes y hasta, en ciertos casos, están peleados entre sí.

Si se uniformasen los criterios y todos se encolumnasen detrás de la estrategia de Cristina Fernández como un solo hombre, el problema —a pesar del procesamiento de Boudou— sería manejable. Y ello sin pensar en la remoción del magistrado interviniente —algo imposible a esta altura— o la complicidad de una Cámara Federal complaciente con el gobierno pero hoy demasiado expuesta ante la opinión pública. En caso contrario, si alguien se quebrase, se dejase llevar por el resentimiento, quisiese cobrarse viejas cuentas o perdiese el control emocional, la situación de Boudou podría transformarse en desesperante —hoy no lo es— y la de Cristina Fernández pasaría a ser preocupante.

Apremiado por lo que, de una u otra manera, costarán los hold-outs; el descomunal gasto público que no para de crecer; la caída de las reservas; la inexistencia de un delfín que tome la posta de Cristina Fernández en 2015; la segura derrota en las elecciones presidenciales y la sangría que le produce el caso Boudou, el gobierno o huye hacia delante o elige la moderación y un mínimo de consenso. ¿Qué hará? Hasta la próxima semana.

Fuente: Massot / Monteverde & Asoc.