Días pasados, una manada de delincuentes disfrazados de hinchas de fútbol expuso en el estadio olímpico de Córdoba varias banderas con el símbolo nazi.
No existen dudas sobre la condena inmediata que dicha acción merece. Más allá de que, como siempre en la Argentina, la cuestión hizo subir la espuma del hervor súbito y luego nada ocurrió, el pasado de semejante símbolo de odio, de intolerancia y totalitarismo debe convocar el rechazo más extremo. El nazismo exterminó a más de 6 millones de judíos y produjo la muerte de otros 50 millones de personas en el conflicto mundial que se desató por su culpa y por su ira irracional.
Pero lamentablemente las canchas argentinas están adornadas por otras banderas tan deleznables como esas y, sin embargo, su presencia no despierta la misma repugnancia que, con todo derecho, levantó la exhibición de la esvástica.
Fecha tras fecha, en todos los estadios, es común ver la repulsiva figura del Che Guevara ondeando en banderas partidarias, levantadas como estandartes del odio de clases, del enfrentamiento y del resentido pensamiento que tuvo y tiene a la muerte como su herramienta predilecta. El comunismo ha matado gratuitamente, simplemente por odio, más de 100 millones de seres humanos. Ha expandido el rencor y la discordia por cuanto territorio le haya prestado atención. Sus vehículos son el grito, la patota, el silenciamiento, la violencia y la muerte.
Este vergonzante argentino cuyo semblante aparece en esos trapos dignos de mejores ilustraciones, escribió en su “Mensaje a la Organización Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina” en abril de 1967: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente, que impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar… Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar”.
No hay dudas de que la verdadera condena detrás de la justificada reacción por la esvástica debe ser una condena al odio. Tomar el episodio sucedido en Córdoba como una mera expresión de antisemitismo es un error grosero. El nazismo fue mucho más que antisemitismo. Fue la negación del diferente, la aspiración del monopolio de la verdad, el odio racial, la psicótica violencia, la profanación de la cultura, el endiosamiento de un paranoico.
Ese mismo razonamiento nos debe llevar a sentir vergüenza cada vez que la silueta del impresentable Guevara aparece en público. Su perfil también personifica el odio, el resentimiento, la envidia, la sanguinaria violencia de la muerte inútil. Su historia es la historia de la animadversión social, de la repugnancia por lo que no se puede asumir, de la aspiración por contrariar la naturaleza, del enojo por el orden del cosmos, de la altanería y la soberbia, del amor innominado por la humanidad y del rencor individual por los hombres.
La sociedad debería tener en claro quién fue el Che, qué les hizo a los que osaron contradecirlo –como si él hubiera recibido directamente de los astros un racimo de verdades absolutas–, qué clase de sociedad carcelaria propició y a qué cantidad de inocentes víctimas les mutiló la vida a cambio de saciar su tirria.
Cada vez que una bandera con la figura de este criminal ondea en una cancha, todo el país honesto, de sentimientos nobles y de corazones sanos, debería sentir la misma vergüenza que sentimos cuando vimos esa esvástica en el estadio Córdoba. El Che y la esvástica personifican los mismos valores de discriminación, de muerte y de totalitarismo. Los dos implican el endiosamiento de lo humano y el desprecio por lo diferente. Si la Argentina no tiene en claro la íntima raíz que une estos dos despotismos, vivirá siempre pendiente de caer víctima de cualquiera de ambos. © www.economiaparatodos.com.ar |