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jueves 5 de octubre de 2006

Perfil para un presidente

Las cualidades que debería ostentar quien detente la investidura presidencial contrastan, en forma grosera, con aquellas de las que hace gala nuestro actual primer mandatario.

Nunca como en estos días, el conjunto de cualidades que condicionan la conducta de nuestro presidente distinguiéndolo de otros mandatarios ha ocupado tanto la atención y preocupación de los argentinos.

Algunos observadores imparciales hasta han llegado a advertir sobre un clima de revanchas, enfrentamientos y ajuste de cuentas que pudiera estar alentándose al retrotraernos a un pasado de violencia, odios y divisiones.

Pero, en lugar de dedicarnos a desentrañar los misterios del carácter presidencial, parece razonable reflexionar sobre el perfil o las cualidades que debiéramos exigirle a aquél individuo que en el futuro se arrogue el derecho a ser proclamado presidente.

Ello servirá para que en las próximas elecciones no volvamos a encontrarnos con desagradables sorpresas que luego cuesta muchísimo enmendar.

1. Fe en la grandeza de su misión
El ascendiente de un verdadero presidente no proviene de sus resentimientos ni de sus obsesiones, sino de la grandeza de sus proyectos. Si no posee esa convicción y no se mueve con grandes horizontes, termina ahogándose en la mezquindad de su avaricia. En la mente de todo presidente puede haber toda clase de pensamientos, pero el poder de un solo pensamiento de grandeza es infinitamente superior al poder del odio o del resentimiento que justificadamente pudiera sentir.

2. Sentido de autoridad y menosprecio por el poder
La verdadera autoridad es una fuerza interior que se confía al presidente y que él no tiene derecho a malgastar confundiéndola con el poder. Gracias a la autoridad, el presidente puede exigir ser obedecido, porque los ciudadanos se sienten bien mandados. Para que la autoridad presidencial inspire respeto, el presidente debe obrar sin duplicidad y comenzar a ser respetable en su vida privada. En cambio, cuando el poder se impone por el temor o la conveniencia, sus efectos se diluyen tan pronto como se pierda el miedo a las represalias y se acaben las ventajas recibidas.

3. Espíritu de iniciativa
El verdadero presidente asume las responsabilidades, sin eludirlas ni escapar en los momentos verdaderamente críticos donde hay que enfrentar los acontecimientos. Debe entender que la vida es una suma de decisiones pequeñas, pero coherentes, y que la fidelidad a esas decisiones nimias lo dispone a tomar grandes decisiones en momentos supremos. Ahora bien, para tener iniciativa hay que conservar el espíritu joven, tener proyectos de futuro, no temer a la imaginación y saber escuchar a los que saben aunque no se concuerde con ellos. Quien es incapaz de decidir, quien se mueve veleidosamente según como vayan las encuestas, quien tiene inclinación a esperar que otros solucionen los problemas, ése no es un presidente sino un calculador.

4. Energía realizadora
Hemos tenido presidentes abúlicos, indecisos e incompetentes, ahora necesitamos alguien que tome decisiones encarnadas en la realidad y alejadas de toda fantasía ideológica. Lo que vale para un presidente no es el discurso desde el atril, ni la orden dada, sino la orden ejecutada. Un presidente sin energía nunca puede ser buen presidente, pero no se trata de la energía motivada por el rencor o el capricho, sino de una energía vital y creadora que sepa hacer cosas posibles con situaciones imposibles. Necesitamos en el presidente un alma fuerte y un corazón valiente porque el esfuerzo es la fuente de la libertad personal y esa fuerza interior es la única que puede contrarrestar la anarquía de los instintos y los apetitos egoístas. Por su energía realizadora, el presidente nunca tendría que estar turbado, ni sorprendido o desconcertado.

5. Dominio de sí mismo
Para lograr la calma que el cargo requiere, es necesario que el presidente jamás dramatice las cosas, que nunca tome a lo trágico las cosas sencillas y que simplifique las cosas trágicas. Si quiere ser digno de mandar, debe ser capaz de mandarse a sí mismo, porque sin ese dominio interior nadie puede pretender dominar a los acontecimientos y las circunstancias. La calma del presidente debe dar la impresión de una voluntad que sabe lo que quiere y que está segura de que nadie conseguirá desviarle de sus metas. En los momentos difíciles, toda la sociedad mira hacia el presidente y éste jamás debe dejarse desbordar por sus preocupaciones, ni por los sucesos o por las interesadas desinformaciones que sus secuaces le acercan para satisfacer pequeñas venganzas. El control de sí mismo sólo se alcanza cuando el presidente sabe aislarse de la vorágine cotidiana para meditar con calma y reservar tiempo para elaborar su acción próxima o lejana.

6. Sentido de la realidad
Es muy bueno que el presidente tenga ideas grandes y alimente bellos ideales, pero si es quimérico y la idea se queda en utopías, esto sólo sirve para la imaginación. Las ideas del presidente deben ser posibles, deseables y realizables. Su ideal debe encarnarse en la realidad, para lo cual él mismo debiera desarrollar el sentido de la realidad. Tener sentido de la realidad es conocerla objetivamente, sin teñirla con el color de las ideologías, sabiendo lo que esa realidad puede soportar para mejorarla. Por eso, el presidente no puede ser un pesimista desalentador que se cruza de brazos y sólo ve el lado malo de las cosas. Tampoco puede ser un optimista pernicioso que sustenta la ilusión con el pretexto de conservar la adhesión de sus seguidores. Mucho menos puede ser un hablador, saturado de retórica, que cree haber obrado porque sólo ha hablado y no se da cuenta de que al alimentarse con palabras huecas crea las futuras decepciones.

7. Espíritu de previsión
El buen o mal resultado de la gestión de un presidente depende de la visión que él tenga sobre el porvenir. El presidente no debe trabajar sólo en el día a día, tiene que prever para plazos largos y saber cuáles son las consecuencias de sus decisiones, las oposiciones o dificultades que pueda encontrar. Cuanto más claras sean las ideas que el presidente se forme sobre lo que puede sobrevenir, tanto más posibilidad tendrá para conseguir convertirlas en realidad. Cuando se ponga a prever y se prepare para ello, se hace capaz de improvisar si las circunstancias lo requieren. Pero si deliberadamente se remite a la inspiración del momento, camina hacia el desastre y arrastra a todos con él.

8. Respeto a la gente y a la dignidad humana
Un presidente nunca debe olvidar que todos los ciudadanos son dignos de su respeto y que junto a su servicio tienen intereses, cuidados, pensamientos y sentimientos.
El deber esencial del presidente frente a los ciudadanos es reconocer el valor de lo que hay de humano en ellos y tratarlos en su dignidad de personas racionales, libres y dotadas de albedrío. Los ciudadanos como personas no pertenecen más que a sí mismos y a Dios, y no pueden ser objetos de manipulación de otros hombres por más necesidades que tengan. Cualquier injuria en boca del presidente lo deshonra. Las expresiones duras y despectivas siembran el rencor y abren en el alma de los ciudadanos heridas incurables. El presidente debe empeñarse en crear entre él y los ciudadanos una atmósfera de respeto y unas relaciones de colaboración sincera.

9. Bondad de corazón
El corazón seco podrá hacerse temer, pero siempre estará servido por esclavos. La obediencia de quien se hace temer dura mientras le puedan sacar ventajas, pero en cambio sobrevive en aquellos a quienes se admira por la bondad de su corazón. El espíritu recto y el corazón bueno no se dejan alucinar por las faltas ni por la maldad.
Una buena palabra es más eficaz que una buena razón. Cuanto más alto y encumbrado esté uno, más obligado está a tener un corazón bondadoso. La voluntad impuesta a viva fuerza es capaz de impulsar una acción determinada, pero no puede obtenerse nunca una adhesión total de las voluntades y de los corazones si los ciudadanos no sienten que su presidente está guiado por un deseo de entregarles todo su corazón, su inteligencia y voluntad para hacerles realizar toda la potencia que conservan y colaborar en la obra común.

10. Espíritu de justicia
El sentimiento de justicia es innato en el corazón de los hombres. Ser justo es la primera cualidad exigida a un presidente digno para que pueda reclamar el ejercicio de su autoridad. Ser justo es saber reconocer la buena voluntad de los demás, llegar al fondo de las cosas y tener en cuenta las buenas causas. Ser justo es actuar en forma imparcial en todas las circunstancias, sin dejarse guiar nunca por simpatías o antipatías. Ser justo es respetar la jerarquía que uno mismo ha creado, reforzando la autoridad de los propios colaboradores. Ser justo es reconocer noblemente el error o la falta, sin buscar en hacerla recaer sobre otros. Ser justo es aportar en el ejercicio de la presidencia una rectitud irreprochable para asegurar el ascendiente moral sobre los ciudadanos. El mejor acto de justicia es no hacer jamás promesas que no puedan cumplirse. El presidente debe irradiar lealtad y estar convencido de que es un deshonor mandar a sus subordinados con doblez e insinceridad.

11. Humildad y buen ejemplo
El que manda tiene que desembarazarse de cualquier mezquino egoísmo y de la vanidad que suele acompañarlo. Sin humildad, la fuerza no es más que violencia. Sólo la humildad permite aminorar los peligros, disminuir los defectos y reparar las faltas. Son demasiados aquellos que confunden terquedad con voluntad y mal genio con carácter. El presidente que reconoce lealmente que se ha equivocado y que no sabe de todo se engrandece singularmente y, por añadidura, conquista una magnífica independencia. Es prueba de gran fortaleza deponer la altivez y la soberbia para aceptar advertencias, escuchar las observaciones, reflexionar sobre ellas y despojarse de las propias ideas doblando la voluntad cuando otros tienen razón.

Los ciudadanos necesitamos ver encarnado el ideal en un presidente para obligarnos a seguirle, persuadidos por su ejemplo. En nuestro presidente, el buen ejemplo es decisivo porque arrastra al bien común, mientras que los malos ejemplos corrompen y destruyen el orden social. Ojalá que en el futuro sepamos decidir conociendo las cualidades de quienes pretenden reclamar nuestro apoyo para gobernarnos. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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