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jueves 26 de abril de 2007

¿Pertenecer tiene sus privilegios?

Una mirada sobre la sexualidad y la adolescencia que ofrece una alternativa frente a los imperativos que transmiten los medios de comunicación.

“¿A qué edad tengo que tener relaciones?”, podía leerse en uno de los papelitos que prolija e infinitamente había doblado uno de los chicos -no fuera a develarse su identidad en un tema tan íntimo- en uno de los talleres sobre sexualidad que realizamos con adolescentes de catorce y quince años.

Más allá del extremo cuidado y amor que tenemos que tener al responder una inquietud de este tipo, es decir, qué se dice y cómo se dice, es oportuno detenernos a analizar por un momento la elaboración sintáctica de la frase por parte del joven en cuestión. Encontraremos quizás en este punto una de las respuestas más idóneas.

Cuando se trata de hablar de sexualidad con los adolescentes y surgen palabras como “debo” o “tengo”, se manifiesta claramente la sensación reinante en los chicos de presión u obligatoriedad externas, por encima de sus propios intereses o deseos.

Producto de la vasta catarata de información y mensajes disímiles que disparan los medios de comunicación, que los termina ahogando más que clarificando, muchas veces los chicos sienten que en el plano sexual genital (claro que nadie les explica la diferencia entre el primer término y el segundo) tienen que cumplir un requisito, un pedido desde afuera, que les permita pertenecer, una exigencia que más temprano que tarde deben concretar (subráyese el “a qué edad…”).

Existe un imperativo mediático de aligerar las relaciones humanas, de hacerlas superficiales, inmediatas, improvisadas; mandato que se potencia en el terreno de la sexualidad. Considerar al otro simplemente como un objeto de satisfacción individual de deseo nos lleva a escuchar frases que los mismos chicos pronuncian, impulsados por esta corriente, sin saber siquiera qué están queriendo decir en realidad. Como contaba Andrés (15 años): “Cuando estoy en un boliche, trato de buscar primero a las chicas más lindas, las más difíciles. Si ninguna me da bolilla y empiezan a pasar las horas, me encaro a la ‘tanque australiano’ (sic), que seguro me la gano fácil…”.

A raíz de esta cosificación del otro, no sorprende que tantos chicos terminen confesando su desilusión o desagrado luego de su primera relación sexual. Aunque cierto es que en las películas esta escena o malestar nunca aparece, no es compatible con el marketing.

Si pudiéramos, en cambio, conversar con ellos y encontrar juntos los caminos que mayor felicidad nos dieran, descubriríamos que la sexualidad es un concepto integral y vivencial que abarca a la persona toda, que implica un desarrollo físico, emocional y racional, un recorrido sustentado por el enriquecimiento mutuo a partir del conocimiento de la diferencia natural entre mujeres y varones, diversidad que muchas veces requiere de nuestro esfuerzo y dolor, pero que nos complementa y plenifica.

Si pudiéramos otorgarles herramientas que les permitieran desarrollar y disfrutar de su afectividad, es decir, de su aptitud y capacidad de amar, seguramente las relaciones sexuales, en su sentido más específico y más profundo, lejos de sentirse como un “tengo que”, una imposición u opresión externa, serían más bien un acto inteligente, voluntario, basado en la libertad y en la maravillosa experiencia de la comunión en el amor entre dos personas. Un verdadero privilegio. © www.economiaparatodos.com.ar

Arturo Clariá es psicólogo y miembro del equipo de profesionales de la Fundación Proyecto Padres (www.proyectopadres.org).

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