Para buena parte de los argentinos y de la prensa, Menem es el mismísimo demonio y el causante de todos los males que padece el país. Los ’90 son sinónimo del mismo infierno para la Argentina y de la corrupción más desenfrenada que vivió el país.
Debo confesar que no tengo un corruptómetro para medir los grados de corrupción, pero si de corrupción se trata, también recuerdo los pollos de Mazzorín, los galpones fantasma de Tierra del Fuego o los negociados que, en la época de los controles de precios, había en la Secretaría de Comercio para autorizar aumentos de precios a determinadas empresas o sectores.
Y si nos acercamos a temas más recientes, la pregunta que cabría formularse es: ¿cuántos millones de dólares le costó a los argentinos una devaluación que, entre otros ingredientes, tuvo el beneplácito de algunos empresarios que se beneficiaron con el brutal cambio de precios relativos de principios de 2002? Insisto, no tengo el corruptómetro, pero si pudiera medirse la fenomenal transferencia de ingresos que produjo la devaluación para satisfacer a algunos empresarios, estoy seguro de que supera con creces a los negociados más enormes que pudieran denunciarse de los ’90.
Y ni que hablar de la corrupción que había en las empresas estatales cuando los servicios públicos estaban en manos del Estado. ¡Cuántos empresarios y dirigentes sindicales se hicieron millonarios gracias a la existencia de un Estado que compraba todo al triple de lo que costaba! Esos mismos empresarios que hicieron fortunas con el estatismo y las regulaciones y que, ante el menor amague de establecerse la competencia, salieron corriendo a vender sus empresas, porque para ellos competir no es la fórmula para hacer dinero. Esos mismos empresarios que vendieron, mandaron su dinero al exterior y hoy los vemos reaparecer ante el reestablecimiento de las viejas reglas de juego que les permitieron amasar verdaderas fortunas.
Recuerdo también que en los ’80 las cuentas del sector público eran un secreto para los ciudadanos. Es más, dada la falta de información que había sobre los gastos e ingresos del Estado, había un vivo en el Ministerio de Economía que vendía el Informe de Tesorería. Claro, como la transparencia de las cuentas públicas no existía, la información era un bien escaso y, por lo tanto, los datos que debían ser públicos, tenían un precio. Precio que, obviamente, se pagaba para engrosar los ingresos del vivo del Ministerio.
Tal era la falta de transparencia en la información que, cuando se anunció el plan Primavera –y lo tengo presente perfectamente–, el ministro de Economía Sourrouille, ante la pregunta de un periodista acerca de cuántas reservas tenía el Banco Central de la República Argentina (BCRA), contestó que esa no era información que tenía que dar un ministro. ¡Como si las reservas del BCRA fueran patrimonio de los funcionarios de turno y los ciudadanos debían limitarse a ser súbditos de la corona!
A esta altura de la nota, y dadas las reglas que rigen en Argentina, debo aclarar que tengo cientos de artículos publicados entre 1989 y 1999 en los diarios La Prensa, El Cronista y La Nueva Provincia, en los que cuestionaba duramente muchos aspectos de la política económica de los ’90. Aclaro esto porque no va a faltar el desinformado que, alegremente, va a acusarme de ser un nostálgico de los ’90, estar pagado por las multinacionales y al servicio del Fondo Monetario Internacional (FMI) o cosa por el estilo. Formulada la aclaración de rigor y volviendo al tema central de la nota, las denuncias de corrupción de los ’90 que la mayoría de los sectores “progre” se la pasan haciendo, ignorando deliberadamente los temas anteriores que mencioné y que no ocurrieron en los ’90, no parecen tener como objetivo la mejora de las instituciones y la transparencia de los actos de gobierno. Más bien intentan ser un ataque al liberalismo, tratando de convertirlo en sinónimo de corrupción y pobreza.
En la mayoría de las críticas a los ’90 no observo un espíritu superador, que consistiría en eliminar lo malo de esos años para construir sobre lo que se hizo bien. Por el contrario, creo que a los “progre” el tema de la corrupción les importa un rábano. Simplemente usan el tema para reestablecer los privilegios sectoriales, las ganancias empresariales a costa de consumidores cautivos por la falta de competencia y la existencia de un Estado prebendario y todopoderoso que se transforma en un déspota que explota a sus ciudadanos y, arbitrariamente, declara quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores. Es más, los “progres” de hoy propugnan el mismo tipo de políticas económicas de los gobiernos de militares nacionalistas que tuvo la Argentina. El Estado empresario que adoraban los militares nacionalistas, hoy vuelve a renacer. A los militares nacionalistas les encantaban las empresas estatales que se dedicaban a la industria pesada, igual que hoy. A los militares nacionalistas adoraban la sustitución de importaciones, igual que hoy. Los militares nacionalistas licuaron pasivos, igual que hoy. En fin, pareciera ser que es cierto eso de que los extremos se tocan.
La cuestión es que tanto se instaló en la sociedad la idea de que los ’90 fueron el infierno que en las elecciones del 2003 había que impedir como fuera la vuelta de todo lo que representaban esos años. Y la sociedad así lo entendió. Había que esquivar la moto que era Menem. El problema es que por esquivar la moto, chocamos contra el camión, porque de tanto despotricar contra el liberalismo caímos con más fuerza en la ausencia de reglas de juego eficientes, en la anarquía piquetera, en la carencia de confianza en el país, en el desorden público, en la falta de respeto por los derechos de propiedad.
Sintetizando, caímos en un país donde el que se esfuerza y trabaja honestamente no tiene un horizonte de progreso. El negocio pasa por adular al gobierno de turno y estar cerca de los burócratas que bendicen, cual déspota de las monarquías más brutales, quién se va a llevar lo que se les confisque a los ciudadanos del fruto del esfuerzo de su trabajo diario. © www.economiaparatodos.com.ar |