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jueves 23 de abril de 2009

¿Presencia protocolar o administración del gobierno?

Alejada de las funciones centrales de un presidente, Cristina Fernández de Kirchner parece concentrarse en las reuniones internacionales mientras delega el ejercicio cotidiano del poder en su marido.

No hay duda alguna de que nuestra presidente Cristina Fernández de Kirchner ha decidido adoptar un papel de inocultable levedad. Porque está trocando su responsabilidad de administrar y resolver los graves problemas que afectan al país por una mera representación protocolar en las anodinas reuniones internacionales. Al mismo tiempo ha delegado ampliamente en Néstor, su cónyuge, la función de decidir y hacer ejecutar las medidas que incumben a la presidencia de la Nación.

A quien no lo crea, le basta repasar cómo se cumplen las tareas asignadas al Presidente de la Nación y explicitadas en el artículo 99 de la Constitución. Ese minucioso artículo es exactamente igual al “manual de funciones” de los altos ejecutivos en las empresas privadas. El mismo establece qué debe hacer el titular del Ejecutivo, cuáles son sus atribuciones y cómo hace sus deberes para cumplir con el juramento que hizo cuando asumió el cargo.

En primer lugar, la convierte en jefe del gobierno y responsable política de la administración general del Estado, que no consiste en la retórica discursiva desde el atril de Olivos sino en saber adoptar medidas para resolver problemas de manera satisfactoria y oportuna.

También le exige expedir instrucciones para la ejecución de las leyes de manera que su sanción sea efectiva y no meras declaraciones inoperantes.

Luego debe participar activamente en la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, especialmente cuando la ley suprema le obliga a preservar el derecho de trabajar y ejercer cualquier industria lícita, de transitar libremente por las calles, rutas y caminos de la república, de usar y disponer de la propiedad privada, de asociarse con fines útiles, de publicar ideas por la prensa sin censura previa, de profesar libremente el culto, de enseñar y aprender, y de proteger a la familia defendiendo su vida, honor y fortuna.

Seguidamente señala que la presidente debe nombrar jueces idóneos en los tribunales federales, cuya designación está harto retrasada y obstaculizada por la manipulación política que practica un Consejo de la Magistratura infectado de innegable sectarismo.

Puede indultar o conmutar las penas por delitos, que luego no debieran ser anulados como ha ocurrido recientemente con los indultos de un ex presidente del mismo partido político que la presidente.

Está facultada para conceder jubilaciones, pensiones o retiros, asegurando su movilidad para proteger a lo ancianos de los dañinos efectos de la inflación. Ello significa la más rigurosa custodia de los fondos jubilatorios y su eficaz inversión, lo cual implica que no debieran ser arrebatados para pagar gastos corrientes canjeándolos por bonos o pagarés gratuitos tal como se hace en la actualidad.

La presidente tiene que nombrar y remover embajadores y ministros garantizando su honestidad, idoneidad y dedicación, demostradas por los resultados de su gestión. Para ello debe designar personas relevantes, con límpidos antecedentes y experiencia profesional en la función que asumen, independientemente de las presiones políticas de sus partidarios o hasta de su propio cónyuge.

Está obligada a promover y disponer las reformas prometidas por la constitución entre las cuales se destacan: a) la ley de coparticipación federal nunca sancionada y b) el funcionamiento de un organismo fiscal federal para recaudar y distribuir los tributos entre todas las provincias según el número de sus habitantes. Ninguna de esas obligaciones constitucionales ha sido cumplida.

Entre otras de sus funciones básicas está la de convocar a sesiones extraordinarias del Congreso cuando estén en peligro los intereses del orden social o del progreso económico. Lo cual implicaría la obligación de la presidente a sancionar con inmediatez una política agrícola, una política minera, una política de seguridad interior, una política de preservación del medio ambiente, una política de urbanismo y viviendas, y una política de excelencia educativa, ninguna de las cuales ha merecido siquiera la mínima atención.

Otra obligación presidencial es la de supervisar cómo ejerce sus facultades el jefe de gabinete en cuanto al origen y destino de los fondos públicos que maneja, lo cual implica controlar la recaudación de impuestos y la aplicación de los gastos públicos.

Sin embargo, hay una tarea que ha encarado con suma dedicación y alta productividad. Es la firma de tratados y convenios inocuos con los neodirigentes bolivarianos de la América indigenista: Evo Morales, Rafael Correa y Hugo Chávez, entre otros.

Un aspecto sumamente descuidado en la gestión presidencial es la obligación de comandar las fuerzas armadas, proveer empleos militares y otorgar grados de oficiales superiores. Esta obligación se suma a la de disponer la organización de las fuerzas armadas y su distribución por todo el territorio nacional, lo cual supone establecer con claridad su misión, establecer hipótesis de conflictos, proporcionar armamento, apoyo logístico e instrucción suficiente para defender el territorio nacional, declarar la guerra y ordenar represalias.

En casos de conmoción interior o alteración del orden público, por disturbios, desvirtuación de la división de poderes o graves epidemias sanitarias la presidente está obligada a declarar el estado de sitio o establecer la emergencia nacional, con acuerdo del Congreso.

Como cualquier buen administrador público, debe requerir a sus ministros todos los informes que crea convenientes para conocer la marcha de su gobierno, designar los empleados públicos que precisen acuerdos del Senado y decretar las intervenciones federales.

En lugar de asumir directamente esta minuciosa descripción de tareas y funciones constitucionales dispuestas por el art. 99, se ha limitado a delegarlas de facto en su cónyuge Néstor, quien decide y ejecuta sus decisiones mediante un sistema de transmisión de órdenes basado en la sumisión y el temor de ser echados del cargo.

Por eso, la presidente multiplica las visitas a cuanta reunión internacional se le presente, inaugurando vestuarios de deslumbrante colorido y repitiendo cacofónicamente el mismo discurso.

Es posible que en tantas reuniones internacionales haya comprendido que la crisis mundial no termina de encontrar una solución porque es renuente a encerrarse en fórmulas híbridas y está basado profunda desconfianza de las personas por las intenciones de sus propios gobernantes y de las instituciones financieras.

Precisamente, este es uno de los temas que la presidente habrá podido escuchar en oportunidad de la reunión cumbre del G-20 en Londres. Allí, el progresista primer ministro británico Gordon Brown se pronunció abiertamente contra el secreto bancario y fulminó con acres palabras a los llamados “paraísos fiscales” nombrando a Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, Mónaco, Austria, Andorra, Bélgica, Singapur, Hong Kong y Macao, pero omitiendo cómplicemente los paraísos fiscales del mundo anglosajón: la isla de Man, la isla de Jersey, la isla de Guernsey, todas de Inglaterra y el Estado norteamericano de Delaware que son tanto o más celosos paraísos fiscales que la propia isla británica de Gran Caimán en el Caribe.

Sin dudar un instante, la presidente Cristina adhirió a los términos de la denuncia del lider progresista Gordon Brown cuya popularidad está en picada libre en su propio país. Pero demostraba ignorar olímpicamente lo que está sucediendo en Argentina, donde el principal problema económico que soportamos es la persistente huída de capitales hacia el dólar y su expatriación a otros países.

Es interesante recordarle a nuestra presidente unas reflexiones del gran economista alemán Wilhelm Röpke, el mismo cuyas ideas acerca de la economía al servicio del hombre sirvieron para salvar a la República Federal Alemana de las garras del totalitarismo marxista y de la decadencia provocada por el intervencionismo socialista.

“Para un político demagógico, es fácil despertar el resentimiento popular contra quienes tienen algún dinero ahorrado y -peor aún- si tienen la osadía de mandarlo al extranjero para impedir que su gobierno se lo expropie con impuestos o no lo devuelva más si lo deposita en bancos locales.
También es muy fácil extender ese resentimiento contra aquellos países como Suiza que reciben dichos ahorros y no sólo le conceden asilo, sino que también le brindan la seguridad jurídica de protegerlos con reserva y discreción.
Estas ideas quizá no sean populistas, sin embargo son necesarias para sacudir la dogmática creencia de que la fuga de capitales es siempre algo delictuoso. En ciertos países, cuyos gobernantes fingen defender los derechos humanos, las leyes atan cada vez más a los individuos al yugo del Estado.
Por eso, para que los derechos humanos sean efectivos y no mera propaganda política, es vital que las personas y sus capitales tengan la oportunidad de moverse internacionalmente y -cuando sea absolutamente necesario- poder escapar a las arbitrariedades de los gobiernos por puertas traseras.
Esta es sin duda la clave de porqué, aun bajo condiciones adversas y desalentadoras, todavía en esos países queden restos de libertad y todavía subsistan individuos independientes que no se someten al tirano político de turno”.
© www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

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