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jueves 17 de febrero de 2005

¿Puede el Estado controlarse a sí mismo? Reflexiones en torno al control de la calidad educativa

Es impensable –y ha quedado demostrado en la práctica que ello no resulta– que el Estado pueda contar con órganos propios cuya función sea controlar a otras instituciones y dependencias estatales. Esta cuestión atañe también al sistema educativo, donde hasta el momento es el mismo Estado quien evalúa la calidad de la enseñanza que imparte.

Los diseños de la mayoría de las constituciones modernas han sido pensados para que el poder limite al poder. Sin embargo, esto ha demostrado en la práctica de muchos países, ser imposible. El poder no controla ni limita al poder sino que lo multiplica, lo refuerza, lo concentra.

En los últimos años se diseñaron nuevas instituciones dentro de la dinámica estatal que debían controlar a otras oficinas del mismo sistema del cual forman parte. Están todas viciadas de origen, llámelas como quiera: “oficinas anticorrupción”, “ética pública”, “auditoría general de la nación”. Siempre se encuentran los mecanismos (la letra chica) para que dichas instituciones no puedan cumplir con ninguno de los objetivos para los que (originariamente, supongamos) fueron creadas. Claro está, el Estado no se somete a la auditoría más importante de todas, quizás la única eficaz y eficiente por definición: la del mercado. Reservándose y otorgándose monopolios, estableciendo mercados cautivos, repartiendo prebendas aquí y allá, el Estado no puede controlar al Estado. Todas las oficinas del Estado (repetimos, llámelas como quiera) son del Estado, luego, quedan en manos de unos y otros detentadores del poder, ya sean oficialistas u opositores.

No existe salvaguarda en el diseño de un sistema de controles que nos libre de toda falla o todo intento de corrupción si dicho sistema es parte (a cualquier nivel, vertical u horizontal) de lo que debe controlar. Ya absolutamente desengañada de estas pseudo instituciones encontré una nota hacia enero de 2005 publicada en el suplemento Enfoques del diario La Nación que confirmaba todas mis certezas: “El presidente Néstor Kirchner, desde que llegó al poder, planteó la necesidad de mejorar la calidad institucional del país y los controles del Estado y acusó al menemismo por su deterioro. Sin embargo, al menos en el plano de los controles, Kirchner no hizo otra cosa que recorrer el camino que públicamente critica. El Presidente, lejos de elegir a personas reconocidas por su trayectoria e insospechadas de parcialidad, optó por allegados políticos al jefe de gabinete o por ex funcionarios patagónicos sin experiencia para comandar los organismos de control.”

Ahora bien, ¿qué pasa con la educación? ¿Es la educación un bien con características particulares que por definición o cualidades intrínsecas quede exceptuado de esta descripción? No. Al contrario, es mucho peor. Si el sistema es impartido y controlado por el Estado estamos ante una situación sumamente peligrosa. Independientemente de que el Estado monopolice o no la oferta de servicios educativos, por ejemplo, porque “permite” que existan instituciones educativas de gestión privada. Se nos puede decir que –ergo– el Estado “debe controlar” esas instituciones privadas. Sí, es cierto, se ha producido una inversión lógica. Lo “privado” debiera controlar al Estado, y no viceversa. ¿Es que acaso el Estado es el centro del saber por excelencia? ¿Es el dueño del saber? ¿Quién es el Estado, quiénes son el Estado? Lamentablemente, intereses particulares, personales, partidarios, de “clase política”. Los ministerios de educación, las secretarias de educación, no son excluidos de la repartición de cargos y prebendas que sucede en cualquier otra oficina pública. No pequemos de ingenuos.

Tomemos la suposición inicial de creer que es necesario que el Estado imparta educación. En estas líneas no discutiremos este supuesto. Pero el punto es: si el Estado imparte educación, ¿puede el Estado controlar la calidad de lo que imparte? No, definitivamente.

Sin embargo, y de acuerdo al artículo 48 de la Ley Federal de Educación, sancionada en 1993: “El Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, las provincias y la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, deberán garantizar la calidad de la formación impartida en los distintos ciclos, niveles y regímenes especiales mediante la evaluación permanente del sistema educativo, controlando su adecuación a lo establecido en esta ley, a las necesidades de la comunidad, a la política educativa nacional, de cada provincia y de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y a las concertadas en el seno del Consejo Federal de Cultura y Educación . (…)”. Los resultados son más que conocidos por todos nosotros y no es necesario recurrir a cifras ni estadísticas para demostrar y recordar lo que es vox populi.

El primer control es y debe ser el de los propios padres. Los padres deben tener la libertad de elegir adónde enviar a sus hijos al colegio (o incluso, si enviarlos), aunque se equivoquen. Son los padres los que deben presionar en la búsqueda de calidad. Son los padres los primeros responsables de qué y cómo se les enseña a sus hijos.

Como hemos dicho en párrafos anteriores, la mejor auditoría es la del propio mercado. Además, existen otros mecanismos que pueden instituirse, si se quieren “controles formales”. Por empezar, permitir que los alumnos participen de las pruebas internacionales PISA y Timss, las más acreditadas. En general, los países latinoamericanos no se someten a dichos exámenes, para no mostrar los lamentables resultados de su gestión.

Asimismo, se pueden instituir “boards” que evalúen de manera absolutamente objetiva y libre de ataduras políticas o compromisos partidarios la calidad de la enseñanza ofrecida. En este caso, tal evaluación de calidad no debiera recaer sólo en lo que han aprendido –o no- los alumnos, sino en la calidad de los maestros, de los directivos, de los administrativos, de las instituciones como un todo en que cada parte debe someterse a una prueba. Todo el sistema debe ser evaluado y, si es necesario, cuestionado y reformado.

Resulta imprescindible que, llegados a este punto, el Estado no otorgue ningún tipo de reconocimiento a dichas instituciones a través de “permisos”, ni que conceda monopolios a estas agencias. Muy por el contrario, deben existir tantas agencias como el mercado decida, de forma tal que compitan entre ellas, siendo su único reconocimiento el que el propio mercado brinde. Si atamos el reconocimiento (“permiso para funcionar”) de estas instituciones al Estado seguiremos cayendo en la misma trampa: ¿es el Estado el indicado para decidir qué instituciones cumplen con tales o cuales requisitos o es el mercado el mas indicado para verificar y decidir cuáles requisitos? Si lo dejamos en manos del Estado, volvemos a la pregunta inicial: ¿quién o quiénes es el Estado?, ¿qué intereses representa?

Al mismo tiempo, la certificación de un profesional la puede brindar una institución de gestión privada conformada por profesionales de sólida trayectoria, no es necesario que el Estado “selle” la calidad (certifique) de un profesional, tal como no es necesario que el Estado habilite a una institución para que ésta pueda funcionar. En este sentido, por ejemplo en los Estados Unidos, el sistema de reconocimiento profesional es privado y voluntario, conformado por profesionales reconocidos (1). Notemos una vez más que resulta mucho peor en este contexto que el Estado monopolice todo el sistema, incluyendo la necesidad de evaluarse a sí mismo, que, como ha quedado dicho, es absolutamente imposible.

Los sistemas educativos necesitan ser reformados en base a una profunda desregulación y desmonopolización. Si dejamos que el Estado diseñe el sistema (instituciones, programas, bibliografías), lo imparta (en instituciones de gestión privada y de gestión publica, casi lo mismo sería) y lo controle (certifique, habilite y audite), habremos caído en una profunda trampa. Es urgente limitar las funciones del Estado en materia educativa. Como ha dicho Hayek: “cuanto más valoremos la influencia que la instrucción ejerce sobre la mente humana, más deberíamos percatarnos de los graves riesgos que implica entregar estas materias al cuidado exclusivo del gobernante” (2). © www.economiaparatodos.com.ar



La Lic. Constanza Mazzina cursó un Master en Economía y Ciencias Políticas y es investigadora junior de ESEADE.

1) Ver John Pocock, “Reconocimiento y acreditación de los estudios superiores en Estados Unidos de América”, en Revista del Instituto de Investigaciones Educativas nº 20 – 1980.
2) Hayek, Friedrich (1975), Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, Madrid.




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