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lunes 16 de julio de 2007

¿Qué votan los argentinos?

La costumbre nacional de votar pensando en el bolsillo es responsable de nuestra decadencia institucional, económica, política y social. Sólo un cambio de mentalidad permitirá construir un horizonte distinto para las próximas generaciones.

Mucha confusión y pocas ganas de clarificar hay en el escenario político actual. Todo pedido de aclaración a un funcionario es siempre un proceso indefinido donde, al final, termina oscureciéndose aún más lo que se suponía se pretendía aclarar. La bolsa de dinero de la ministra de Economía, Felisa Miceli, hallada en el baño de su despacho; los 306 nombramientos en la Secretaría de Medio Ambiente; los sobreprecios en la obra pública; la manipulación de datos del INDEC, entre otros ejemplos, no admiten explicación racional. Desde luego que muchas cosas en política no resisten la racionalidad. El kirchnerismo, aunque no se comprenda qué ha de modificarse más allá del sexo del candidato, hoy puede agitar las banderas de “profundización del cambio” para vender a la primera dama como aspirante a la presidencia, pero no puede hablar más de nueva política ni mostrar las manos limpias como hacía tiempo atrás.

No se trata de levantar el dedo acusador a diestra y siniestra, si bien las percepciones sociales en este aspecto difícilmente se equivoquen y la sociedad, no obstante no sea su deseo, se está dando cuenta de que la transparencia no es tal. De allí a que ese dato gravite a la hora de definir a quién votar es un tema que merece un análisis adicional.

¿Qué vota la gente en la Argentina? Las últimas elecciones demostraron que se ha votado bajo efectos del hartazgo alguna suerte de cambio, algo distinto más allá de los rotulados. Un pueblo bastante ajeno a las ideologías y más entusiasta de que no se metan en su vida votó al margen de partidos y fuerzas políticas. Es posible que no haya pesado definitivamente todavía la distorsión entre la inflación oficial y la inflación real, y que el bolsillo se haya mantenido medianamente al margen de los últimos comicios. Muchos de los que se opusieron a Carlos Rovira en Misiones necesitaban el crédito que éste otorgaba con fines proselitistas. No se negaban a la repartija, pero en el cuarto oscuro primó una noción de extorsión política que imprimió el cambio en la provincia. Aunque no esté claramente definido qué, algo cansó a la ciudadanía. Con todo, también es cierto que la sociedad argentina tiene conductas en extremo efímeras y que tres meses y medio son una eternidad para que todo se dé vuelta o quede como está porque los gremios consigan un 10% más de aumento.

Suele decirse, y con pruebas al cántaro, que la gente vota con el bolsillo. No habría mayor objeción a ello si el resto de las variables funcionaran medianamente bien. Es decir, si no estuviéramos ante una crisis institucional mucho más grave que la económica, si bien una deviene de la otra. Si la institucionalidad no estuviera jaqueada, habría claridad conceptual y se comprendería, por ejemplo, que el colapso energético es causa de una dirigencia apática que desdeñó el orden normativo necesario para garantizar la inversión en el sector de manera que oferta y demanda se equilibraran de acuerdo a las leyes del mercado y no al capricho de la Secretaría de Energía o la Secretaría de Comercio.

Hay un problema mayor al del índice de inflación oficial y real, porque en definitiva los argentinos no miden el aumento de los precios por el número que le tiran en los medios. Cualquiera sabe si los productos aumentan o no y qué es aquello que en las góndolas brilla por su ausencia, incluso cuando nadie habla de desabastecimiento. Un supermercado chileno posee una variedad de productos un 75% mayor al que detenta uno argentino. Tanto en la oferta política como en la comercial, la Argentina tiene una democracia limitada. Las opciones son cada vez menos y van disminuyendo en todos los órdenes.

Hoy, un dato alarmante es el desinterés de los ciudadanos por lo que pasa más allá de su capacidad de consumo. No se puede seguir votando por la coyuntura. Actualmente, las razones por las cuales la gente reacciona y modifica su voto están dadas, por ejemplo, por las restricciones en el suministro de GNC, los cortes de luz, los trenes que no funcionan en tiempo y forma, los piquetes que impiden llegar en hora o los precios que suben indiscriminadamente. Todo lo que altera la calidad de vida y la microeconomía en forma directa y precisa en el día a día define el voto de la ciudadanía. No hay objeción a que suceda de esa manera. Sin embargo, las causas de todo aquello siguen siendo ajenas al pueblo. Es decir, los casos de corrupción severos y las fallas institucionales de envergadura se perpetúan sin que la reacción llegue al hombre medio. Existe apenas un microclima preocupado por lo que hay más allá de lo cotidiano, que entiende que ese “más allá” determinará la calidad de lo que habrá en breve “más acá”.

Que los casos Greco o Skanska no sean gravitantes para la mayoría puede entenderse si aceptamos que el ciudadano común tiene demasiado en su mente como para ocuparse de los gasoductos y los negociados. A pesar de ello, no se trata de involucrarse en los temas ni de convertirse en expertos, sino de tomar conciencia de lo que implican los casos de corrupción que azotan al Gobierno.

Cuando algo se pudre adentro, antes o después, acarrea consecuencias afuera. La metástasis llega. Si no interesan la bolsa de dinero de la ministra de Hacienda, o los nombramientos en la Secretaría de Medio Ambiente ni los sobreprecios de las obras públicas, debería al menos interesar cómo se quita lo esencial de un pueblo: su identidad, sus tradiciones, su historia.

¿Está bien votar por un Gobierno que permite, quizás, tener un peso más en el bolsillo, pero convierte a los actos patrios en actos políticos? ¿Es lógico apoyar a un Ejecutivo que distorsiona la historia para reabrir heridas y dividir al pueblo?

A su vez, hay que entender que la crisis institucional es la madre de la crisis económica. ¿O acaso qué está sucediendo con los precios? La ausencia de seguridad jurídica y de reglas claras provoca un desinterés en la inversión que termina dejando escasa la oferta y vacías las góndolas. Con la demanda intacta, los precios aumentan. Un burdo ejemplo para demostrar que la corrupción debería despertar mayor interés que el que aparentemente despierta.

Aquello de “roban, pero hacen” no sirvió nunca. Tampoco fue efectiva la vista gorda que ha hecho muchas veces la ciudadanía de la negligencia de la dirigencia política porque podía veranear 15 días. Si a la hora de votar sólo se mira la billetera y la coyuntura, la Argentina seguirá siendo el barco de la zozobra, a la deriva. Puede que haya forma de costear unas vacaciones de invierno, aunque difícilmente habrá luego forma de garantizar un futuro digno para nuestros hijos o nuestros nietos. © www.economiaparatodos.com.ar

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