Hace unos años iba escuchando la radio mientras conducía. Estaba hablando Ruggieri, director técnico de un equipo de fútbol. Al referirse a su grupo de pertenencia decía textualmente: “Nosotros, los profesionales del fútbol”. Terminada la nota con Ruggieri, comenzó una con Marta Maffei, secretaria general de CETERA: graciosamente hablaba de “nosotros, los trabajadores de la educación”.
Reconozco que, muchas veces con fundamento, la sociedad se queja de los docentes que produce. La profesión docente está desprestigiada, en algunas oportunidades por nosotros mismos, los docentes, y esto produce que las generaciones de jóvenes más capaces no vean ningún atractivo en dedicarse a la docencia. Desde la cultura griega hasta nuestros días los grandes filósofos políticos han recomendado “reservar” a los más sabios para formar a la juventud, criterio que comparto plenamente y que -me parece- debería generar políticas en ese sentido que, al día de hoy, no veo que se estén implementando.
Pero para conseguir a los más capaces hay que tentarlos, no sólo desde lo económico -donde puede llegar a comprenderse que los sueldos se hallan inmersos en una determinada realidad presupuestaria pero no se comprende que un ascensorista de un edificio público gane más que una maestra- sino desde lo social, donde la profesión docente sea tratada con respeto y veneración por todos los estamentos sociales.
Así, los sindicatos deberían dejar de pelear por convenios con licencias que hacen pensar a la sociedad (en muchos casos con justa razón) que los docentes trabajamos poco, o proponer medidas de fuerza que, independientemente de su resultado político, hacen que perdamos respeto frente a la sociedad.
El Estado, sin necesidad de aumentar el presupuesto, podría hacer que éste se redistribuyera mejor y mejorar los salarios docentes, de modo que resultaran más atractivos que los actuales o incluso, fomentar con medios económicos, como se ha hecho en alguna provincia, la decisión de comenzar una carrera docente.
Los padres o madres de familia deberían mantener sus opiniones negativas sobre las maestras (acertadas o no) en su fuero interno o exponerlas en la institución escolar delante de los directivos, y no expresarlas a viva voz (o en algunos casos incluso por escrito) delante de sus hijos u otros padres o madres. Perdonen que me vaya de tema, pero los docentes, que nos equivocamos como cualquier hijo de vecino, tenemos una exposición permanente delante de nuestros alumnos y, por ende de sus padres. Un médico se visita una vez cada tanto, un periodista habla una o dos horas por día por radio o televisión, un mecánico nos arregla el auto de vez en cuando y no estamos presentes cuando lo hace, pero un docente actúa continuamente en público, por lo que sus posibles errores son siempre evidentes. Creo que si en mi niñez, mi madre, docente también, hubiera dicho en mi presencia la mitad de las cosas que he oído decir a alguna madre sobre la maestra de su hijo en presencia del mismo, jamás hubiera optado por abrazar esta profesión apasionante, que es la docencia.
También la sociedad como tal debería cambiar algunos criterios: resulta gracioso observar cómo, a veces, en la calle, ante un acto equivocado de algún chico (como prender un cigarrillo en un colectivo) algún adulto le pregunta “¿De qué colegio sos?” en vez de “¿Quién es tu papá?”, como si los docentes tuvieran la culpa total de ese mal comportamiento.
Asimismo, y para ser coherente, los docentes deberíamos capacitarnos continuamente para ser verdaderos “profesionales de la educación” y no ser considerados “trabajadores de la educación” porque improvisemos, no conozcamos tecnologías o recursos didácticos, o utilicemos nuestras capacidades para cosas distintas de lo que nuestra profesión nos exige: educar. Si así como los médicos realizan el “Juramento Hipocrático” los docentes nos comprometiéramos con una suerte de “Juramento Socrático” (por llamarlo de alguna forma), y fuéramos coherentes con él, mejoraríamos también en mucho la capacidad del Estado para brindar bienestar en el ámbito de la educación.
Si bien creo que hay muchos otros temas para que el Estado realmente produzca bienestar en el ámbito educativo, considero que sin los cuatro factores que intenté describir brevemente (nota 1: entender que la escuela no es un agente educativo aislado, nota 2: comprender que la educación es una inversión y no un gasto, nota 3: desburocratizar la docencia) cualquier modificación sobre el sistema, aunque lo mejore, no tendrá más que un efecto muy parcial y acotado. © www.economiaparatodos.com.ar
Federico Johansen es Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA). |