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lunes 22 de diciembre de 2008

Seguridad a la argentina

En lugar de disponer medidas y planes para que las personas honradas puedan vivir normalmente, en el país les hacemos asumir el costo de la inseguridad.

El sábado pasado, unos amigos españoles que están de visita en el país estuvieron en casa y vimos el partido de San Lorenzo y Boca.

Mi amigo, que no es la primera vez que viene a la Argentina y que es futbolero como yo, sabía del así llamado “folclore” argentino en la canchas y, en alguna medida, esperaba el partido para verlo. No quise arruinarle la expectativa, por lo que no le dije con lo que se iba a encontrar.

Cuando encendimos, el televisor la imagen central de la pantalla mostraba una cancha vacía. Mi amigo, que no podía entender lo que veía, me preguntó: “Pero, ¿dónde está toda la gente? ¿No es éste un partido por las finales del campeonato?”.

“Sí, sí”, le contesté. “Lo que ocurre es que los responsables de la seguridad han dispuesto que las hinchadas ocupen las cabeceras del estadio y todo el resto esté vacío a la manera de dos enormes ‘amortiguadores’ para prevenir enfrentamientos y desmanes”, detallé.

Mientras, las cámaras mostraban las tribunas de atrás de los arcos completamente apiñadas, repletas como latas de sardinas. La gente pedía a los bomberos que los rociaran con manguerazos de agua porque la temperatura era de 35 grados. Pronto, litros de agua caían sobre miles de cabezas, tal como ocurre con los camiones de ganado. Mi amigo no podía salir de su asombro.

Me decía: “¡Pero es que toda esa gente casi no tiene lugar para moverse…! ¡Van a morir aplastados unos contra otros…! ¿No era más seguro disponer de todo el estadio?”.

Le comenté que “archivando” a la gente en dos compartimentos estancos las fuerzas de seguridad tenían un trabajo más simplificado que si corrieran el riesgo de que personas de cuadros distintos se mezclaran. Entonces, con la simpleza más llana del sentido común, me dijo: “¡Es que ése es su trabajo!”.

Tal cual. Ese “debería” ser su trabajo. Pero aquí en la Argentina siempre le hacemos pagar los precios de la inseguridad a la gente y no nos tomamos el trabajo profesional de disponer de medidas y planes para que las personas honradas puedan vivir normalmente y, en este caso, ver un partido de fútbol con normalidad. Preferimos enjaular choferes de colectivos, poner carteles que nos indican que Plaza de Mayo está cerrada por manifestaciones y aglomerar a la gente en dos cabeceras de una cancha como si fueran ganado de segunda clase, antes que meter presos a los que matan colectiveros, garantizar el libre tránsito por toda la ciudad y disponer de medidas para que un estadio de fútbol pueda ofrecer un espectáculo acorde a una final y con el suficiente nivel de seguridad para que nada ocurra.

Pero eso no fue todo. Promediaba el primer tiempo y un choque de cabezas entre Forlín y Silvera dejó a los dos inconscientes en el piso. Se vivió un momento de temor. Los médicos entraron y pidieron de inmediato una ambulancia para trasladarlos. Al rato, dos enfermeros levantaban en peso una camilla y atravesaban la cancha a los saltos para evitar que las ruedas se encajaran en el césped. La ambulancia no podía ingresar hasta donde estaban tendidos los jugadores. No le tenían confianza a un “puente” que debía cruzarse para acceder al campo de juego. Los dos lesionados tuvieron que ser sacados con el vehículo de asistencia. Primero uno y después el otro, porque solo había uno.

Mi amigo a esta altura no podía creer lo que veía. Luego me comentó que desde afuera sólo se ve el colorido de aquel “folclore”, pero desde allí no se tiene idea del drama que implica. Es algo así como la típica visita del grupo de turistas de un país desarrollado a una tribu africana: es fácil y divertido comentar las excentricidades de un conjunto de salvajes mientras se saborea un scotch a la luz del hogar en el living de la casa de uno de los viajeros una vez que volvieron a casa.

Sin embargo, la frutilla del postre llegaría en el entretiempo. Las cámaras enfocaron a una persona en la cabecera que ocupaba la hinchada de San Lorenzo. El hombre estaba tendido en el piso, desmayado. No había lugar ni siquiera para hacerle espacio para que respirara. Probablemente, había sido víctima de una baja de presión por el calor y el hacinamiento de un cuerpo contra el otro. Al rato, llegó la policía. No podían retirarlo porque uno de los portones estaba cerrado con un candado. Dos oficiales con la culata de un arma larga le daban golpes desesperados para volarlo en mil pedazos, mientras los otros sostenían al desmayado. No se supo qué fue de su suerte. Pero la imagen de improvisación y miseria resultaba patética.

El partido ya era una anécdota. Mi amigo mostraba una cara mezcla de pena, frustración y empatía. Pena, por lo que acababa de ver y por comprender lo poco que puede llegar a valer la vida humana en ciertos lugares del mundo. Frustración, por venir preparado a ver un espectáculo y haberse encontrado con una exhibición dantesca de improvisación, vagancia, mal gusto y desaprensión. Y empatía hacia nosotros, por no poder entender cómo hacemos para convivir con una cotidianeidad tan agresiva de la que nada bueno puede sacarse. © www.economiaparatodos.com.ar

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