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jueves 8 de julio de 2004

Serpiente blanca por la seguridad: implicancias en el futuro político y económico de México

Una multitud silenciosa protestó en México para ponerle fin a la inseguridad. En el país azteca -segundo en el ranking mundial por cantidad de secuestros- hay más incentivos para violar las leyes que para respetarlas. ¿Un espejo donde mirarnos?

México D. F., México – El pasado domingo 27 de junio, más de 400.000 personas provenientes de todas las clases sociales, se vistieron de blanco y se congregaron en la capital para demandar mayor seguridad para México. Bajo el lema “Ni uno más”, ni un secuestro más, marcharon desde la estatua del Ángel de la Independencia hasta el Zócalo, donde se sitúan la Catedral Metropolitana y el Palacio Nacional. Exactamente a las 13 horas, la “serpiente blanca por la seguridad” -como apodaron los medios locales a la caravana de cientos de miles de manifestantes-, entonó el himno nacional y fue testigo de la suelta de mil globos desde el atrio de la Catedral Metropolitana. Quinientos globos negros, en el nombre de las víctimas del sufrimiento y la muerte, y quinientos blancos simbolizando la esperanza de que cese la inseguridad y la violencia en todo el territorio mexicano. Pero no sólo en la ciudad capital se congregó la gente para manifestar su descontento, sino que la escena se repitió idénticamente en ciudades de dieciséis estados distintos.

Según reportes independientes, la situación en materia de seguridad se ha tornado insostenible. México ocupa el segundo puesto en el ranking de países con mayor número de secuestros en el mundo, unos 3.000 fueron denunciados tan sólo en el año 2003, y estas estadísticas deben analizarse teniendo en cuenta que un gran porcentaje de los secuestros y crímenes no son reportados a las fuerzas policiales. Las víctimas de estos hechos delictivos saben que no sólo no se les brindará una solución a sus denuncias sino que, además, como las mismas fuerzas del orden protagonizan directamente buena parte de los actos criminales, podrían sufrir mayores represalias. Un estudio publicado por el diario Reforma estima que los empresarios establecidos en México gastan anualmente entre 10.000 y 40.000 dólares por persona en concepto de seguros y protección privada. El número de empresas especializadas en servicios de seguridad se ha duplicado en los últimos tres años y representa un volumen de negocio de unos mil millones de dólares anuales. Según el Registro Nacional de Empresas de Seguridad Privada, en marzo de 2001 había más de 2.000 companías dedicadas al negocio de la seguridad, mientras que a principios de 2004 superaban las 5.000. En suma, tanto corporaciones como particulares deben afrontar pesadas cargas impositivas que no garantizan siquiera servicios tan básicos como la seguridad y la justicia, viéndose de este modo obligadas a suplantar la obsolescencia de lo público con su efectiva versión privada. Mientras tanto, el Congreso mantiene congelados unos 300 proyectos de reforma del arcaico sistema policial y judicial, en particular los presentados por el gobierno federal hace unos tres meses, y parece estar poco interesado en tratar el tema. Una vez más los políticos anteponen las revanchas partidarias a las necesidades de la población.

Poco antes de la marcha del 27 de junio, el presidente Fox afirmó que brindar seguridad a México es tarea común de todos los partidos políticos e instó al congreso a acelerar la aprobación de la reforma del régimen penal y judicial. Pero desde las elecciones legislativas de julio del año pasado, el PRI, con el 44,8% de los votos en la cámara de diputados y el 46,8% de los mismos en la cámara de senadores, decide a conveniencia la voluntad legislativa. En resumidas cuentas, perder el poder ejecutivo no ha amedrentado al PRI, cuyos políticos continúan llenando sus bolsillos y condenando al país al atraso y la pobreza galopante desde el poder legislativo. Los 70 años de PRI no han quedado tan atrás como sería deseable, los fantasmas del pasado continúan acechando a la nación desde la pluma del legislador.

Mientras tanto, el jefe de gobierno de la ciudad capital, Andrés Manuel López Obrador, cuya elección fuera cuestionada debido a la falta de legitimidad para ser candidato, dado que el tabasqueño ni siquiera era residente del Distrito Federal al momento de postularse, parece estar decidido a continuar minándose el camino a la presidencia en el 2006. Luego de verse vinculado a múltiples escándalos de corrupción protagonizados por sus colaboradores más cercanos en una serie de videos que se televisaron en marzo pasado, su popularidad comenzó a decaer, perdiendo entre siete y diez puntos de apoyo popular. El público mexicano pudo ver entonces a René Bejarano, ex-secretario particular de López Obrador y líder del PRD en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, recibir enormes cantidades de dinero del empresario Carlos Ahumada, y al ex-secretario de finanzas de la ciudad, Gustavo Ponce, apostando fuertes sumas de dinero en un casino de Las Vegas. Frente a estas pruebas irrefutables, López Obrador se limitó a declarar que todo era parte de un complot organizado por el gobierno federal para desacreditarlo. Peor aún se le pusieron las cosas el mes pasado, cuando protagonizó un nuevo escándalo al desobedecer una orden judicial de detener trabajos de urbanización en un predio expropiado. En este último caso se limitó a descalificar y cuestionar la integridad de los tribunales mexicanos, los que en los últimos años han venido ganando fuerte autonomía e integridad y por ende el respeto de la opinión pública. El problema de fondo es que como todo socialista, y en este sentido tiene mucho en común con el PRI, López Obrador predica y actúa en base al principio de que “las necesidades del pueblo están por encima del cumplimiento de la ley” cuando en realidad deberían ser los gobernantes los primeros en dar el ejemplo de respeto por las normas legales. Y finalmente, en el caso de la mega marcha por la seguridad del pasado domingo, López Obrador y sus colaboradores han provocado el desencanto de la gente con su descalificación de la manifestación, al repetir una y otra vez que se ha tratado tan sólo de una campaña de la ultra-derecha para desprestigiarlo. Todos sabemos que la corrupción es un factor común en la política mexicana, pero López Obrador ha venido demostrando que no es un buen candidato por el ala socialista al hacer gala una vez más de su falta de sentido común e ignorar el pedido desesperado de 400.000 almas que libre y voluntariamente manifestaron sus deseos. Después de todo, estos cientos de miles de contribuyentes continuarán pagando sus impuestos siempre y cuando reciban algo a cambio. La continua estafa a los gobernados es un vicio común a toda administración corrupta y populista, pero está claro que en caso de no garantizarse un mínimo de servicios, como lo son la seguridad y la justicia, los votantes se terminarán dando cuenta del engaño del que han sido víctimas y actuarán en consecuencia.

Pero claro, no es cuestión de pensar que México es el peor país del mundo. Muchos países de Latinoamérica enfrentan problemas similares. En primer lugar, inventar un complot ante cada dificultad se ha puesto de moda entre los líderes políticos de la región. Como todos sabemos, la izquierda en Latinoamérica vive de la propaganda política, los distintos regímenes políticos tienen escasos éxitos que anunciar, con lo que sobreviven mostrando los errores de sus políticos rivales y justificando sus propios fracasos en base a “presiones externas” o conspiraciones como lo hacen Hugo Chávez en Venezuela, Néstor Kirchner en Argentina y Fidel Castro en la perla de las Antillas. En segundo lugar, la temática vinculada a la fuerte inseguridad es factor común en países como Colombia, Brasil, Argentina y El Salvador. En muchos casos los políticos latinoamericanos permiten su proliferación porque de ese modo obtienen un doble beneficio: debilitan el sistema político y amedrentan a la población, obteniendo así cierta “legitimidad” para subvertir las normas a su voluntad.

Hoy en día las leyes no se cumplen en México. La sociedad toda es víctima de la inexistencia de un estado de derecho y vive en un entorno donde los incentivos garantizan mayor éxito al que viola la ley que al que la respeta. Las leyes existentes son en muchos casos arcaicas y nada exigentes, las penas que establecen son irrisorias y por lo general no aplicables a menores de edad. En los contados casos que los criminales son enviados a prisión, se los enfrenta a un sistema que dista mucho de rehabilitarlos para devolverlos a la sociedad como personas aleccionadas y dispuestas a trabajar honradamente. Mientras el gobierno federal continúe atado de pies y manos en la interminable maraña de proyectos que dormirán en el congreso hasta que el PRI deje de pensar en revanchas partidarias y mientas López Obrador siga haciendo de cada problema un complot, no habrá cambios positivos. El pasado domingo la población se manifestó en términos pacíficos, pero no debería sorprender a nadie que de continuar así las cosas, las marchas por la seguridad de los años venideros tomen un tinte más violento. En el mediano plazo no habrá grandes mejorías en cuanto a seguridad, en ese aspecto no soy para nada optimista, pero según muestran las encuestas de apoyo popular de los días posteriores a la manifestación, ha sido al menos una contribución clave a los esfuerzos para evitar que Andrés Manuel López Obrador se convierta en presidente. Y en este último punto la mayoría de los analistas coincidimos, el triunfo del tabasqueño equivaldría con toda seguridad a secuestrarle de una vez y para siempre las esperanzas a este maravilloso país.



Este artículo fue publicado originalmente por el Hispanic American Center for Economic Research (www.hacer.org) y fue cedido especialmente a Economía Para Todos por el autor.




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