Cuando los países atraviesan situaciones difíciles, la democracia entrega posibles herramientas de solución. Una de ellas, obviamente, es el cambio de manos en las ideas del gobierno. El razonamiento es simple: si la gente encargada de nuestra administración está equivocando el rumbo, cambiemos esta gente y probemos con las ideas de otros. Es un cambio de personas, pero también una troca en los métodos, las estrategias, los programas y los valores del gobierno.
Frente a las próximas elecciones de octubre, los argentinos nos hallamos sin alternativas, sin herramientas para intentar algo distinto. El Gobierno tilda prácticamente como antiargentino todo pensamiento que no sea el suyo. No presenta frente a esas ideas diferentes un comportamiento civilizado de entendimiento y comprensión ante al simple hecho de que halla otras personas que quieran alcanzar lo mejor para todos por otras vías. Ni siquiera considera esa cuestión. Todo aquel que no coincide con el Gobierno no sólo es su adversario político, sino que es un enemigo del país.
La sociedad por su lado, como desde hace más de 70 años, ha transformado en mayoritarios a pensamientos que sólo se disputan la demagogia, el populismo y el electoralismo barato. Desde la aparición del peronismo en la escena nacional, esa triste elección social no ha hecho otra cosa que profundizarse.
La UCR no intentó construir una alternativa diferente y de valores distintos al amorfo “movimiento” inventado por Perón. Sólo compitió para hacer más disparates que los ideados por el original. Es como si el peronismo hubiese impregnado de tal forma las membranas nacionales que los demás partidos hubieran advertido que su única posibilidad de ganar el poder sería la de ser más peronistas que los peronistas. Hoy, la UCR ya no existe. Terminó como terminan los híbridos sin personalidad: ahogados en un mar de malas imitaciones.
Si el peronismo trata a los argentinos como son, sin la menor aspiración de mejorarlos, sino, en todo caso, de explotarlos para su propio beneficio diciéndoles lo que quieren escuchar y sin la menor intención de cumplir lo que promete, los partidos de oposición han fallado por no protagonizar el deber ser de los valores del país.
Los partidos de oposición descubrieron que el pueblo argentino no estaba dispuesto a reconocer ningún esfuerzo de nadie en la tarea de cambiarlos para mejor. Advirtieron rápidamente que los argentinos querían seguir siendo como eran y que sólo les darían su confianza a aquellos que les aseguraran la continuidad de su ser, tal como es.
De nada vale que algún quijote se desgañite tratando de explicar las racionalidades del sistema, el valor de la institucionalidad o las ventajas de vivir en una diversidad armoniosa. El ingenuo sólo recibirá palos. Parecería que la gente está encantada con el barrabravismo, la patota, el grito y el insulto. En esas aguas se mueven como el pez.
Por lo tanto, el esquema de simpleza que la democracia en el fondo supone (“nos va mal así, probemos con otra cosa”) no tiene posibilidades de funcionar en la Argentina.
El intento de cambio más cercano que el país recuerda –la gestión del primer período presidencial de Carlos Menem- fue en gran medida resuelta por la casualidad y el colapso. Muchos advirtieron en su momento que Menem jamás hubiera ganado las elecciones si francamente hubiera dicho que lo que él proponía era un sistema basado en la responsabilidad individual, en la recompensa o castigo por las consecuencias de los actos propios, en la iniciativa económica privada, en los riesgos de elegir un plan de vida y en la competencia de ideas, bienes y servicios. Si Menem hubiera manifestado esta veta docente de cómo veía su gestión antes de empezarla, probablemente nunca la hubiera empezado. Muchos lo tildaron de traidor a los valores peronistas. Otros usufructuaron los beneficios de los orígenes del cambio, pero callaron hipócritamente su boca.
Más tarde o más temprano, el experimento se agotó. Encarnado por alguien que no distinguía muy bien por qué hacía lo que hacía, más allá de que coincidiera con la moda del momento, el cambio se abortó porque las entrañas nacionales ya habían visto lo suficiente. A los gritos pedían volver a aquello que verdaderamente las atraía: el populismo, el asistencialismo y la limosna para muchos y las ganancias fáciles, la no competencia y la connivencia para unos pocos.
Las coordenadas simples del sistema en el que creemos vivir no son capaces de ofrecernos herramientas razonables para mejorar. Muchos, incluso, tienen la sensación de que no hay nada que mejorar. Sienten que todo está bien como está y que las cosas van bien como van. Por otro lado, ninguna otra opción es aceptable por estar simplemente fuera del sistema. Y está bien que así sea.
¿Qué respuestas deberemos esperar los que sí creemos que no vamos bien, que debemos mejorar y que gran parte de nuestros problemas se originan en un conjunto de creencias y valores equivocados? © www.economiaparatodos.com.ar |