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jueves 5 de mayo de 2005

Todo es mucho, nada es poco

La sangría impositiva a la que el Estado argentino somete a sus ciudadanos apenas les permite disponer del 35% de sus ingresos. El resto va a parar a las arcas públicas para paliar los abultados déficits. A cambio del sacrificio, la población recibe servicios y prestaciones de bajísima calidad, por no decir ninguna.

La relación histórica de los impuestos directos y los ingresos nacionales ha sido, en la disparatada historia reciente de la Argentina, de alrededor del 45%. Es decir que por cada $ 100 que un argentino recibe nominalmente por su trabajo –autónomo o en relación de dependencia– lleva realmente a su bolsillo $ 55.

Pero un reciente estudio de la Universidad del Cema confirma lo que en realidad ya había sido demostrado hace unos años por el director de esta revista, Roberto Cachanosky, que expuso lo que ocurría con los $ 55 después de que habían entrado al bolsillo de las personas, por el impacto de los impuestos indirectos, básicamente los que recaen sobre el consumo.

De acuerdo a esos estudios, el impacto real de la guasada impositiva argentina en el bolsillo de los ciudadanos es del 65%, es decir que por cada $ 100 de ingreso nominal, el argentino solo puede disponer libremente de $ 35.

Y uso con toda la intención la palabra “libremente”, porque ésta es la demostración aritmética de que la Argentina no es un país libre, porque sus ciudadanos carecen de la autonomía económica necesaria para decidir qué hacer con su vida y con el fruto de su trabajo.

La servidumbre económica, por lo demás, lleva directamente a la sociedad a la pérdida de los derechos individuales y al ejercicio efectivo de las libertades civiles. Cuando éstas pasan a ser un oropel teórico incapaz de trasladarse a la realidad por la imposibilidad económica de su materialización, la teoría acaba por transformarse en una broma de mal gusto para los ciudadanos.

Está claro que el país no podía seguir debatiéndose en la historia de los déficits públicos. Probablemente la idea faraónica más reciente de la atribulada saga económica nacional –la ley de Convertibilidad– haya sucumbido, precisamente, por haberse visto obligada a convivir con déficits de tal magnitud que embarcaron al país en una velocidad de endeudamiento imposible de sostener. Pero alcanzar superávits a costa de ahogar al país, de sofocarlo bajo una presión impositiva insoportable que deja a los ciudadanos sin la posibilidad de vivir, de consumir, de invertir y de decidir sobre su futuro, es pagar un precio incorrecto para alcanzar un fin saludable.

El presidente parece haberse convencido de que el país no puede vivir con déficits. Pero no tiene un convencimiento de igual magnitud sobre la libre disponibilidad del ingreso nacional. En esto hay involucrado un valor de mayor cuantía que una mera ecuación económica. Estamos hablando de la libertad de las personas. El fundamento que justifica la economía libre y las decisiones del mercado no se encuentra en la conveniencia de los números sino en razones que tienen que ver con la superioridad moral de la libertad. A su vez, para que no sean una mera expresión de deseos, esos valores superiores deben estar alimentados por una sangre que les dé vida y los torne practicables. Esa sangre sí es suministrada por la razonabilidad y la lógica económica: la economía libre es un sucedáneo de la filosofía de la libertad porque sólo ese orden económico es capaz de nutrir con hechos lo que de lo contrario no sería más que un rosario de buenas intenciones.

Si por un lado nuestra Constitución nos ha entregado un catálogo de derechos para que los combinemos del modo que deseemos y alcancemos con ello lo que hemos definido como nuestra felicidad, pero, por otro, una superestructura opresiva nos priva de la sangre necesaria para alimentar esos sueños, los derechos de la Constitución serán un adorno inútil en la vida real de las personas. Esa sangre son los $ 65 de cada $ 100 que el Estado se queda de nuestro ingreso.

Por lo demás, la Argentina tampoco ha sido capaz de construir un Estado eficiente que supla con prestaciones óptimas lo que en otros esquemas serían las decisiones individuales de las personas. En Suecia el nivel de retención es similar, pero el Estado de Bienestar sueco entrega a sus ciudadanos un piso de prestaciones de tal calidad que libera a las personas de ciertas preocupaciones. En este caso podríamos de todos modos plantear una diferencia de orden ideológico o de modelos de vida. En ese caso podríamos decir “por más que crean sacarme una preocupación de encima, no quiero que determinadas decisiones las tome el Estado por mí. Aunque me sea incómodo prefiero decidirlas y hacerlas yo”. Se trata de una definición filosófica. Pero, en términos de utilización de recursos, podríamos convenir que el Estado retiene una gran porción del ingreso nacional pero a cambio entrega prestaciones que lo justifican. Nuestro desacuerdo, en ese caso, sería, repito, filosófico.

Pero en el caso argentino, los ciudadanos estamos bancando una superestructura de “modelo sueco” para obtener prestaciones de “modelo Zaire”. Y eso no es sostenible ni filosófica ni económicamente.

Es hora de que el saludable fin de vivir con superávits no tenga el precio de la sufocación de los sueños de los argentinos. Vivir en agonía para no obtener nada a cambio no solo es injusto. Es inmoral. © www.economiaparatodos.com.ar




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