En la ciencia política clásica –la que liberó al mundo del yugo absolutista– la expresión “derechos individuales” tenía un significado preciso. Se trataba de un conjunto de derechos que los seres humanos tenían por el sólo hecho de nacer tales. La juridicidad del Estado no los concedía, sino que los reconocía como preexistentes a su propia creación. La naturaleza de esos derechos era variada y comprendía el amplio radio de la acción humana. Su principio era, claramente, la libertad y, a partir de ella, se deducían una serie de conclusiones lógicas que tejían, con el principio general, una malla coherente y sólida que tornaba difícil la excepción.
Cuantas más excepciones se fueron creando a través del reglamentarismo moderno a los principios generales de la libertad, los derechos individuales fueron cediendo terreno a un sistema que, con la apariencia de cuidar la libertad de las personas, inició un lento camino de regreso a los regímenes totalitarios que la ciencia política clásica había logrado desterrar.
Las herramientas usadas por esta inteligente táctica del retorno a la falta de libertad han sido varias. La semántica ha sido una de sus preferidas.
Así, la propia expresión “derechos individuales” que, por sí misma, constituía un irritante estorbo a los oídos totalitarios, fue cambiada por la vaga expresión “derechos humanos”.
Los “derechos humanos” constituyen un engaño, una mentira hacia nosotros mismos. Como si nos hiciéramos trampa en el solitario.
Por empezar, todo derecho es “humano”. Salvo que para sus creyentes haya algunos “humanos” más “humanos” que otros, el cambio de denominación, si fuera sincero, no debería implicar más que una frívola actualización de lo que siempre fueron los derechos individuales. Esta expresión clásica tenía el invalorable aporte de trasmitir claramente la idea de que, luego de un período de la historia humana en donde los individuos no contaban para nada y sólo valía la pertenencia a una clase, a una corporación o a una familia, se pasaba a una era en donde los méritos personales en condiciones de igualdad jurídica determinaban la suerte de las personas.
¿Qué esquema proponía esa doctrina? Muy sencillo: los individuos preceden a los Estados. Los Estados son una creación que los individuos elaboran para su propia conveniencia y que, como tal, debe estar estrictamente limitada en su poder y sólo servir a la custodia de los derechos de los individuos que lo formaron. Para lograr ese objetivo, se crean esquemas de división y control del poder y una presunción general de lo que las personas pueden hacer y el Estado no.
Como el poder se relaciona con la disponibilidad financiera, los controles del manejo del dinero público pasan a ser estrictísimos en las democracias clásicas y la rendición de cuentas un deber ineludible.
En el campo de las personas privadas, éstas son soberanas en sus decisiones. Y sus interrelaciones, instrumentadas en contratos libres, son una ley que el Estado no debe desconocer y a la que debe supeditarse. Esa soberanía cubre desde lo que la persona piensa y expresa hasta lo que la persona compra y vende. Una vez más: el principio es la libertad, no se permiten las excepciones que funden su pretensión restrictiva en una suerte de categorización de derechos en donde los “intelectuales” (leer, pensar, expresar, etcétera) tengan un rango moralmente superior a los “prácticos” (comerciar, vender, navegar, trabajar, etcétera). A los fines de la ciencia clásica, todos los derechos son iguales. No hay trampas en el solitario.
El mundo en general ha hecho ingentes esfuerzos por destruir este esquema. El poder del Estado no pierde su esperanza de controlarlo todo como hacía Luis XIV. Son pocos los países en donde los derechos individuales clásicos imperan como lo soñaron John Locke o Stuart Mill. Pero la Argentina ha tomado últimamente una delantera brillante en la materia.
Los controles al poder han desaparecido. Hoy, los individuos estamos a su merced. Nos vanagloriamos de establecer brillantes políticas de derechos humanos pero los humanos individuales prácticamente no tenemos ningún derecho verdaderamente libre. De nuevo, trampas en el solitario. Nosotros mismos nos creemos extraordinarios cuentos de hadas acerca de “hacer historia” en materia de derechos humanos mientras el Estado maneja casi 6.000 millones de pesos sin dar cuenta de lo que hace con ellos; ponemos a un ladrador profesional de ciudadanos al frente de la Secretaría de Comercio para que “controle” los precios; hacemos que los acuerdos privados por los precios no valgan sino que sólo sirvan los que se firman con la autoridad; admitimos que la lícita actividad de exportar carne de vaca se vea coartada por la voluntad arbitraria del poder que, sugestivamente, estimula la venta de carne de cordero en donde una veintena de funcionarios cercanos al poder tiene negocios a su vez financiados por fondos fiduciarios sin control; nos creemos que el derecho a pensar y decir es respetado cuando las bocas se callan a fuerza de dinero del presupuesto y componendas oficiales con los medios.
Y todo esto nos lo hemos hecho solos. Creyendo que le ganábamos alguna batalla no sé a quién, hemos permitido que este nuevo Leviatán se construya delante de nosotros con la más ancha de nuestras sonrisas. La misma que tendríamos si, después de hacernos trampa, a nosotros mismos, ganáramos un solitario.
¿En qué estamos pensando? ¿De verdad creemos que entregando este poder y resignando la libertad que nos reconocían los derechos individuales clásicos le ganaremos la guerra al “imperialismo”?
Imperialismo es lo que estamos construyendo fronteras adentro, donde un poder omnímodo controlará todos nuestros recursos, todos nuestros movimientos, todas nuestras expresiones y todos nuestros derechos humanos, salvo, claro está, los de ellos mismos. © www.economiaparatodos.com.ar |