Poco a poco, pero tímidamente, los analistas políticos y económicos van señalando un extraño comportamiento en el ejercicio de la función de gobernar. En sus comentarios periodísticos mencionan la descortesía con dignatarios extranjeros, la hostilidad con personas individuales o grupos empresarios y, al mismo tiempo, el trato de amigotes con los dirigentes sindicales o grupos contestatarios, cuyas veleidades son toleradas en forma creciente.
En lugar de dirigir, los políticos parecen actuar sojuzgados por las encuestas de opinión. Así creen hacer lo que el pueblo quiere, cuando en realidad se están convirtiendo en rehenes de los berrinches y caprichos de los más exaltados, destruyendo las bases de la paz interior y de la unión nacional, que son el mandato supremo por el cual se convirtieron de simples ciudadanos en gobernantes.
La paradoja a la que asistimos consiste en que, según la creencia popular, el gobierno ha acumulado un formidable poder presidencial como pocas veces se ha visto en nuestra historia política.
Sin embargo, esa imagen se contrapone con la constatación de la realidad por la cual se comprueba una inusitada ausencia del Estado. Tenemos un Estado vacío de autoridad.
La coexistencia de ambas percepciones, la imagen y la realidad, provoca un estado de perplejidad en la sociedad argentina que nos lleva a confundir “poder” con “autoridad”.
El poder se consigue con trampas y artilugios. La autoridad se recibe como un auténtico mandato moral. Por eso el poder es arrogante y la autoridad es servicio, nunca un capricho y menos ostentación vanidosa.
Al gobernante que tiene poder se le adula, mientras siga prodigando dádivas, pero lo abandonan tan pronto como se termina la caja. En cambio, a quien tiene autoridad se le sigue aun cuando pida sacrificios al servicio de la causa que representa.
Acumular poder, manejar la caja, prodigar subsidios, concentrar la obra pública, no aceptar discrepancias, doblar la apuesta, dominar instituciones y persistir en el rencor son manifestaciones patológicas de una debilidad moral que está minando silenciosamente al Estado y vaciándolo de contenido.
Hoy, efectivamente el gobierno tiene mucho poder, es decir facultades legales y políticas para hacer lo que quiera, pero carece totalmente de autoridad, porque la autoridad es algo completamente distinto: es la aptitud moral para hacer obedecer por respeto o admiración, sin gritos destemplados ni amenazas iracundas o descalificaciones agraviantes.
El poder está ligado a las apetencias individuales, al egoísmo y las ansias de dominio propias del avaro. Al lado de quien tiene poder se siente temor e inseguridad. Pero al lado de quien tiene autoridad se experimenta una sensación casi física de fortaleza y seguridad: “¡Con él hubiéramos ido hasta el fin del mundo!”, decían en 1812 los veteranos de la Guardia Republicana de Napoleón después de la sangrienta batalla de Borodino, entre Moscú y Smolensko.
Estas distinciones pueden parecer sutiles y fuera de época, pero tienen trascendental importancia cuando observamos la conducta del gobierno frente a los acontecimientos cotidianos.
En innumerables ocasiones se ha reiterado la costumbre de escapar entre bambalinas cuando aparece algún problema que pueda comprometer el prestigio personal de algún personaje encumbrado. Ocurrió con Cromagnón, se reiteró en el juicio político de Aníbal Ibarra, se reprodujo en la rebelión de Las Heras, siguió con los cortes de rutas y las movilizaciones piqueteras, continuó con los secuestros extorsivos, se prolongó en el conflicto con las papeleras del río Uruguay, se repitió en el crimen de un joven en las playas brasileñas y en el reciente asesinato en la zona de máxima seguridad de Capital Federal.
Rehuir, ejercer influencias sobre el ánimo de otras personas, utilizar el poder que brinda el cargo para que otros hagan o digan lo que uno no quiere hacer o decir son estrategias para esfumarse cuando las papas queman, que denotan un clima de decadencia política.
La verdadera autoridad no elude su responsabilidad y no se esconde, se ejerce y se somete a cara descubierta a una contraprestación que se denomina responsabilidad, la cual es obligación del gobernante frente a los que le han investido de autoridad por medio del voto.
Quien tiene autoridad detenta una partecita de la fuerza de la patria. Quien tiene autoridad tiene una gran experiencia humana, hecha a fuerza de fortaleza y clemencia, de coraje y prudencia, de firmeza y de tacto, de dureza y compasión, de severidad y calma. La autoridad está ligada a la conciencia de una misión superior. Tiene autoridad quien se eleva por encima de mezquinos intereses.
Por eso la voz de quien tiene autoridad suena diferente a la voz del mandón: es como la voz de la propia conciencia, buscando el bien común superior y no la mera ventaja individual.
Las decisiones de quien tiene poder son caprichosas y obstinadas, pero las de quien posee autoridad son fuertes no por la vocinglería de los actos masivos sino por una voluntad superior que todos reconocen.
Quien tiene autoridad no es un simple delegado gremial de la comunidad, sino su guía en la prosecución de sus más nobles objetivos. Quien tiene autoridad une. Quien ambiciona el poder divide y enfrenta.
Cuando uno de los mariscales de Francia planteaba a Napoleón Bonaparte el alcance de su mando, éste le dijo: “¿Queréis saber quién tiene la verdadera autoridad? Averiguad quién asume la responsabilidad del fracaso cuando todos tratan de echar a los demás la culpa de una derrota. El jefe no es el que rehuye sino aquél que toma sobre sus hombros la carga de los demás”. © www.economiaparatodos.com.ar
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |