Siempre recuerdo que Madeleine Albright me contó alguna vez cuán extraña es la sensación de ingresar a un gigantesco y moderno estadio absolutamente colmado de gente, pero totalmente en silencio.
Esto le pasó precisamente cuando visitara, por vez primera, el estadio Kim Il Sung, en la ciudad de Pyongyang, la capital de Corea del Norte, en compañía del hijo del ahora fallecido líder, cuyo nombre –como tantas otras cosas, en manifestación constante de “culto a la personalidad”– lleva el principal estadio deportivo norcoreano.
Tan pronto como la secretaria de Estado hizo su aparición en las gradas, el silencio se transformó –conforme a lo matemáticamente previsto– en mecánica ovación. Así protagonizó una experiencia única y recibió, como todos quienes la acompañaban, un mensaje vívido de lo que significa la sumisión completa al poder dictatorial que impera en ese primitivo y aislado, pero peligroso, país.
Me dijo: “era como si la gente hubiera extraviado sus sentimientos y hasta sus sensaciones. Como si ellos formaran parte de la estructura del estadio. Tan sólo eso”. Rarísimo, seguramente. Impensable en un país latino, por lo demás.
Pero ocurre que los norcoreanos, más allá del rigor de sus líderes, tienen también –como todos– sus sentimientos. Y a veces explotan. No es frecuente, sino raro. Pero, sucede.
El detonante, cuándo no, fue el fútbol.
Con un estadio repleto, la selección local, después de haber perdido sus dos primeros partidos, enfrentaba a la de Irán en partido perteneciente a la rueda calificatoria para el próximo mundial de Alemania.
Corea del Norte jugaba mal y perdía por 2 goles a 0. De pronto, en el segundo tiempo, ante la sorpresa de muchos, los jugadores locales se agolparon en torno al árbitro sirio, pidiendo la sanción de un penal.
Uno de ellos, ante la negativa del juez, comenzó a proferir una imponente catarata de insultos acompañados por los gestos del caso. Fue, lógicamente, amonestado. Por clara inconducta deportiva. Y se armó el inesperado pandemonium, que la televisión transmitió a todo el mundo.
Desde todas partes, motorizados por miles de brazos, comenzaron a llover sobre el campo de juego toda suerte de piedras, cascotes, latas, botellas y objetos contundentes. De todo. Non stop.
Una reacción espontánea que explotó curiosamente por la pasión que despierta el deporte en un país que –según es notorio– ha extraviado la espontaneidad hace ya décadas.
El partido terminó con la derrota local, pero los atropellos continuaron por una larga hora más. El árbitro y sus colaboradores permanecieron en el centro del campo de juego, incapaces de acceder a los vestuarios por un buen rato. Como en el mundo latino, salieron de la grama con la escolta policial del caso. Los periodistas y hasta el entrenador de Irán fueron insultados y agredidos, y el ómnibus en el que partieron, apedreado.
Donde las dan, las toman. También en Corea del Norte.
El gobierno, sin demasiadas opciones, emitió un comunicado escueto atribuyendo lo sucedido al “mal arbitraje”. Como solidarizándose sin demasiada convicción con la feroz protesta. © www.economiaparatodos.com.ar
Emilio Cárdenas es ex Representante Permanente de la Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas. |