A través de una consulta que comenzó en el mes de julio y terminó de procesarse hace unos días, 308.000 padres de alumnos de escuelas de la provincia de Buenos Aires pidieron, entre otras cosas, que se aumente la exigencia académica por parte de los docentes.
Indudablemente, esto es posible y sería realmente bueno que se lograra. Pero me parece que en la práctica hacen falta algunas “ayudas” para que este aumento de la exigencia sea más eficiente.
En el año 1996, el Coloquio Anual de IDEA, además de tratar la habitual problemática económica, incluyó la temática de la educación: el mundo empresario le indicaría al sector educativo cuáles eran sus exigencias. Es decir, que el mundo del trabajo le diría al mundo escolar qué era lo que necesitaba. Antes de que salieran las conclusiones, muchos imaginábamos que los empresarios reclamarían mayor exigencia, dominio de varios idiomas, mejor formación informática o mayor dominio de la matemática. Pues no. Graciosa y lamentablemente, lo que pidieron los empresarios fue: a) hábitos de puntualidad y asistencia, b) escuchar y entender una consigna oral, c) leer e interpretar una orden escrita, y d) saber trabajar en equipo.
Parece que de las cuatro cosas sugeridas, al menos dos (sino tres) no tienen que ver con la exigencia académica sino con cuestiones de voluntad.
Insisto en que puede (y debe) mejorarse la exigencia, pero también tengo la experiencia de padres que reclaman una mayor exigencia en un plano teórico, y luego vienen a pedir que no les den tanto de estudiar a los hijos o que les hagan más fáciles los exámenes. Y les puedo asegurar que no ha sido un único caso.
Para poder mejorar la exigencia (que debe hacerse) hace falta que los chicos vengan de sus hogares con la “voluntad” un poco más formada. Hace poco escuché decir a Guillermo Jaim Etcheverry, actual rector de la Universidad de Buenos Aires, que uno de los errores que cometíamos los docentes es llamar “alumnos” a ese grupo de personas que se sientan delante nuestro en una clase: porque la palabra alumno implica ganas de aprender, respeto por el saber, respeto por la autoridad, contar con los materiales adecuados, contar con la predisposición adecuada, etcétera., y, en general, no eran cualidades que abundaran en el mencionado grupo de personas.
Muchas veces los docentes (que debemos exigir cada vez más) nos topamos con alumnos que no son capaces de prestar atención un determinado tiempo, o que no pueden mantenerse correctamente sentados, porque no han tenido el “entrenamiento” previo: no es que no quieran hacerlo, es que no pueden. Y esta educación de la voluntad en general se consigue con los famosos “límites”, que en el caso de chicos de poca edad deben ser límites espacio-temporales: a tal hora se come, a tal hora no se come, a tal hora se baña, en tal lugar se estudia, en tal lugar no se estudia, en tal lugar se juega, en tal lugar no se juega. Si un chico llega a la escuela “entrenado” en límites, tiene su voluntad más proclive al estudio y, por lo tanto, los resultados de aumentar la exigencia académica son mejores.
Tenemos que convencernos de que no sólo educa la escuela, y que si realmente queremos aumentar la exigencia académica eficientemente (y no provocando un desastre de alumnos repitentes) debemos hacer que otros agentes educativos hagan su parte. © www.economiaparatodos.com.ar
Federico Johansen es docente, director del colegio Los Robles y profesor de Política Educativa en la carrera de Ciencia Política de la Universidad Católica Argentina (UCA). |